“NO, querida. ¡Estoy con el uniforme!” Ésa era la respuesta que mi padre nos daba cada vez que queríamos abrazarlo y besarlo cuando se iba a trabajar. Él era piloto comercial. No era que no nos quisiera. Lo que ocurría era que para él estar con el uniforme era algo sagrado, y lo usaba con mucho orgullo. Mi madre siempre pasaba un buen rato preparando el uniforme negro con las cuatro franjas doradas en las mangas que mi papá usaba como Comandante de Aerolíneas Argentinas. Mi hermana y yo éramos a menudo las encargadas de lustrarle los zapatos hasta que brillaran.
Ahora comprendo que no era que papá fuera un exagerado con su uniforme, sino un leal servidor de la compañía. Pensaba que verse impecable hablaba bien de ella. Él amaba lo que hacía. Era reconocido también por su puntualidad. Lo llamaban “Speedy González”, como el de los dibujos animados. Recuerdo que cuando yo llamaba al aeropuerto para averiguar a qué hora llegaba su vuelo, el operador me decía: “Si viene su papá, calcule por lo menos media hora antes”. Para mi padre el llegar a horario, o antes, era una manera de demostrar a los pasajeros que “Su Compañía” (slogan de la empresa) era confiable y puntual. Recuerdo que cuando tomaba vacaciones decía: “No quiero ver un avión por un mes”. Pero a la semana ya estaba visitando el Aeroparque de Buenos Aires para ver los aviones.
Podríamos decir que todos pertenecemos a una gran compañía en la que la autoridad suprema es el Principio del universo. Bajo esta autoridad, tal vez algunos se sientan inspirados a llevar una palabra de aliento a alguien que está solo, o a sanar con su oración a quien se lo pida, o a acercarse a un amigo para decirle que tiene un recurso a su alcance, la Ciencia del Cristianismo, que cuando la estudiamos y ponemos en práctica nos puede ayudar a liberarnos de enfermedades, a dejar de lado el pecado y a vivir con más armonía y paz.
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