NOSOTROS, los londinenses, estábamos acostumbrados a las amenazas terroristas, pero pensábamos que éramos inmunes a ellas y que podíamos seguir con nuestras vidas sin pensar dos veces en eso. Pero los ataques del 11 de septiembre nos pusieron muy nerviosos a todos, causaron un caos total en Londres y paralizaron la ciudad.
Soy sanadora espiritual y trabajo para encontrar soluciones por medio de la oración, por lo que ni siquiera se me pasó por la mente no ir a mi oficina. Pero si necesitaba algún recordatorio de que ése no era un día normal, las sirenas de la policía y de las ambulancias, ayudaron a hacerlo. Todos necesitábamos curación, respuestas y consuelo, y yo no era la excepción. Se decía que Londres era el próximo blanco de los ataques. Mirábamos a todo el mundo con recelo, algo que es tan diferente a nuestra manera de ser, y esta mirada se intensificaba a medida que creíamos que podíamos sufrir algún ataque.
Al día siguiente, al subir al metro después de asistir a una reunión en el otro extremo de la ciudad, vi a cuatro jóvenes árabes que estaban hablando en voz alta en su idioma. Los miré con hostilidad, pensando que si yo fuera árabe no hablaría en voz tan alta. El odio que sentía hacia ellos me causó asombro. Aquí estaba yo, profesando ser una sanadora que oraba por encontrar soluciones espirituales y, sin embargo, no tenía ni la más mínima compasión o amor por esos cuatro jóvenes que seguramente tenían menos que ver con el terrorismo que yo. El ataque contra ellos que noté en mi propio pensamiento me perturbó. Hice un alto y examiné ese pensamiento. ¿De dónde había venido?
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