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Por un mejor gobierno mundial

Del número de octubre de 2004 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Recuerdo una transmisión de la BBC cuando George Bush padre perdió la reelección en 1992. Hablando desde Houston, Texas, Bush aceptó la derrota frente a la “poderosa campaña” del Gobernador de Arkansas, Bill Clinton, y terminó diciendo: “Apoyaremos a este nuevo Presidente y le deseamos lo mejor”.

Al verlo desde el Reino Unido me causó un profundo interés ver esta transferencia de mando en la nación más poderosa del mundo. Ese mismo programa de la BBC de inmediato pasó a Iraq, donde había gente en un café mirando el discurso en la televisión. Esto hizo que me preguntara qué estarían sintiendo y pensando al observar esto. ¿Acaso estarán deseando y orando calladamente por un cambio de gobierno en paz, como resultado de su voto?”

El mes pasado la BBC me proporcionó unas respuestas, 12 años después de que me hubiera hecho esa pregunta. En una de sus noticias hablaron del trabajo de la coalición para trazar con destreza el camino adecuado para que haya un nuevo gobierno en Iraq. A pesar de otras dos bombas letales que, en apariencia, habrían hecho de la votación una propuesta peligrosa e indeseable para la población, el periodista dijo claramente que la mayoría de los iraquíes estaban ansiosos por ir a las urnas, porque deseaban profundamente ejercer el derecho de participar en su futuro gobierno.

“Un solo Dios infinito, el bien, unifica a los hombres y a las naciones”.

Cualquiera sea la situación que mi país, o cualquier otro, enfrente, mis oraciones constantemente me llevan a pedir por un mejor gobierno para el mundo a través de la visión espiritual y el progreso inevitable, y me guían a esperar una evidencia concreta de que Dios tiene a su cargo el cuidado de toda la humanidad. Mary Baker Eddy describió lo eficaz que éste puede llegar a ser cuando se percibe el poder divino en los asuntos humanos: “Un solo Dios infinito, el bien, unifica a los hombres y a las naciones; constituye la hermandad del hombre; pone fin a las guerras; cumple el mandato de las Escrituras: ’Amarás a tu prójimo como a ti mismo’; aniquila a la idolatría pagana y a la cristiana — todo lo que es injusto en los códigos sociales, civiles, criminales, políticos y religiosos; establece la igualdad de los sexos; anula la maldición que pesa sobre el hombre, y no deja nada que pueda pecar, sufrir, ser castigado o destruido”. Ciencia y Salud, pág. 340.

Yo he encontrado la forma de orar por los países ya sea que sus gobiernos me parezcan justos o no. Tomemos a Irán por ejemplo. Después del terremoto devastador de 1990 ocurrido en el noroeste del país, el gobierno iraní se negó rotundamente a permitir la entrada a personal de ayuda de organizaciones extranjeras. Aparte de poder enviar una donación al fondo establecido para responder a la necesidad de provisiones y suministros, me sentía incapaz de contribuir de alguna manera positiva. Sin embargo, a medida que pensaba en las terribles circunstancias en que vivían las víctimas del desastre, quise hacer algo más. Me puse a orar, y a medida que lo hacía, comencé a tomar conciencia de una perspectiva diferente de lo que estaba ocurriendo. Según las apariencias, una voluntad política inflexible estaba impidiendo que las víctimas obtuvieran la ayuda que necesitaban. Pero desde una perspectiva espiritual, me di cuenta de que Dios amaba al pueblo iraní tanto como a cualquiera de Sus hijos. Me encontré contemplando a Dios como el Amor mismo, en estas palabras de Ciencia y Salud: “El Amor divino siempre ha respondido y siempre responderá a toda necesidad humana”. ibíd, pág. 494.

Percibí que la manera que tenía el Amor divino de responder a las necesidades humanas no se limitaba a un envío de ayuda vía aérea arrojado a un grupo de personas que lo ameritaban. También se podía expresar como una promesa, hecha a cada persona, de que la capacidad y disposición de Dios para responder a toda necesidad que surge, es constante. Es más, Él no tiene que pedir permiso a los gobiernos humanos para buscar y beneficiar a Sus hijos. Tuve una vislumbre del amor incondicional de Dios para responder a las necesidades humanas en cada corazón, en cada vida, independiente de toda opinión y acción política dentro o fuera de un país.

Al día siguiente, inesperadamente, el gobierno iraní revirtió su decisión y permitió que entrara la ayuda extranjera. Durante los días que siguieron la prensa, en el Reino Unido donde vivo, mostró conmovedoras fotografías de iraníes recibiendo con mucho agrado al personal de las organizaciones de ayuda humanitaria. Esta actitud no sólo facilitó la ayuda práctica, sino que permitió también un saludable intercambio de ideas entre culturas. Y la misma disposición para aceptar con agrado la ayuda del exterior, se repitió hace poco, después del terremoto que hubo en Bam, Irán, en diciembre de 2003.

¿Fue simple coincidencia o conveniencia política lo que mejoró las relaciones? ¿Fueron acaso las oraciones de gente de todo el mundo? Nadie puede probar ni lo uno ni lo otro, pero puedo decir que una vez que alcancé una perspectiva más positiva, me pareció muy natural que esa cooperación se desarrollara y así fue. De hecho, a mí me parecía inconcebible que no pudiera ocurrir. Y pienso que mucha gente que estaba orando y trabajando en aquella época debe de haber notado ese mismo tipo de cambio en su punto de vista.

Mi actitud hacia las crisis nacionales o internacionales ha evolucionado de forma similar en numerosas ocasiones. De sentirme impotente ante los eventos que están más allá de mi control, he pasado a sentir confianza en que la oración realmente produce una diferencia. Y hoy estoy sinceramente convencido de que todos, incluso yo, podríamos (y deberíamos) jugar un papel en el gobierno del mundo a través de una oración que escuche a Dios. Al orar de esta forma me quedo quieto mentalmente y trato de alcanzar la certeza de las posibilidades infinitas del bien, esforzándome por reconocer que Dios está guiando los pensamientos y acciones del hombre. Hacer esto, me eleva por encima de mi propia opinión de lo que ocurre o debería ocurrir, y me dispone a confiar en que Su poder para producir armonía no está ni puede estar bloqueado por un cuadro que me aflija.

A menudo, cuando oro escuchando a Dios, observo que la situación que temo es en realidad una creencia equivocada de que Dios carece de poder. Detrás de cada noticia perturbadora o alarmante del ámbito mundial, yace la sugestión de que Dios es incompetente o que no quiere ayudar a Su creación, o que el bien en nuestra vida es frágil y vulnerable. Luego, sabiendo que este Dios omnipotente nunca deja de tener en Sus manos, ni por un segundo, las riendas del poder, me siento confiado en que se manifestará la evidencia tangible de Su buen gobierno. Oro para ver la influencia divina guiando a las personas en toda nación, y también para percibir que esta influencia llega al corazón y a la mente de quienes están en el poder.

¿Producen acaso estas oraciones un efecto favorable? Las circunstancias a menudo parecen indicar lo contrario: existen brutales tiranías; continúan las luchas por mejores gobiernos; millones de personas viven bajo regímenes represivos; líderes religiosos siguen invalidando a los gobiernos reformistas; y los prisioneros políticos se consumen en prisión. Podríamos decir que todo esto ocurre, a pesar del hecho de que la gente ora diligentemente.

Es evidente que las oraciones no han resuelto instantáneamente todos los problemas relacionados con los gobiernos en el mundo. No obstante, creo que las personas y sus oraciones sí tienen influencia en el desarrollo de los acontecimientos y ayudan a que el mundo se encamine hacia una mayor igualdad, paz y recursos suficientes. Más recientemente hemos visto que Kenya ha dado sus pasos hacia la democracia, Sudáfrica superó el apartheid, Filipinas se liberó de un dictador, y algunos países europeos, como Polonia y Checoslovaquia, se liberaron del totalitarismo.

Debo llegar a la conclusión de que lograr que todos los países del mundo tengan un buen gobierno no es sólo algo que debemos tener la esperanza de alcanzar, sino un fin por el que vale la pena orar con persistencia.

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