A fines de la década de 1970, yo estaba pasando por un momento muy difícil. Debido a la situación que enfrentaba mi familia, tuve que volver a trabajar después de casi veinte años de ser ama de casa y madre. Como resultado de orar y escuchar la guía de Dios, con el tiempo logré encontrar un trabajo muy adecuado para mí, como secretaria en una universidad por la zona donde vivía. No obstante, esto no era lo que yo había esperado que fuera mi vida.
Un día, encontré esta declaración en los escritos de Mary Baker Eddy: “Según mi manera de pensar, el Sermón del Monte, leído todos los domingos sin comentarios y obedecido durante toda la semana, sería suficiente para la práctica cristiana” (Mensaje a La Iglesia Madre para el año 1901, pág. 11). Esto me hizo comprender que la Sra. Eddy consideraba que estas enseñanzas eran sumamente importantes para todos los seguidores de Cristo Jesús.
Jesús enseñó la verdad científica del ser. Él enseñó a quienes lo escuchaban que Dios, el Espíritu, es el Padre de todos, e ilustró mediante sus curaciones que cada uno de nosotros —como Dios nos ha creado en realidad— es espiritual, perfecto, y que vivimos en el Espíritu, no en la materia. Sus enseñanzas y obras sanadoras aparecen en los cuatro Evangelios de la Biblia. Sin embargo, en Mateo, capítulos 5, 6 y 7, algunas de sus más conocidas enseñanzas, entre ellas las Bienaventuranzas y el Padre Nuestro, están reunidas en lo que se ha llegado a conocer como el Sermón del Monte.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!