Mi crianza en una familia de Científicos Cristianos me enseñó que la oración es una poderosa manera de pensar, una manera de volver constantemente la atención a las cosas espirituales. De niña aprendí que Dios está aun más cerca que mi consciencia, y que reflexionar sobre Su bondad y poder trae confianza y paz. Me di cuenta de que cuanto más segura me sentía acerca del amor de Dios por mí, más natural era adoptar una actitud mental contra todo lo desemejante a Él; contra los sentimientos mortales tales como miedo, envidia, tristeza o ira, y contra la enfermedad, el agravio y la pérdida.
A medida que crecía, la oración a veces parecía una respuesta a la tierna invitación de conocer a Dios o de desarrollar mi entendimiento espiritual. Una situación así ocurrió cuando tenía unos nueve años. Caí enferma con síntomas fuertes de gripe. Mis padres se aseguraron de que estuviera cómoda en la cama y se pusieron a orar por mí.
Sabía que la enfermedad era una visión equivocada acerca de Dios y Su creación. A pesar de mi corta edad, ya había leído estas declaraciones profundas de Mary Baker Eddy: “Todo lo bueno o digno, lo hizo Dios. Lo que carece de valor o es nocivo, Él no lo hizo, de ahí su irrealidad. [...] El pecado, la enfermedad y la muerte deben ser considerados tan desprovistos de realidad como lo están del bien, Dios” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 525). Pero yo no estaba segura de cómo corregir la percepción abrumadora de que estaba enferma.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!