Cuando de niño vivía en nuestra granja lechera, sentía que el Cristo tocaba mi pensamiento de una forma muy clara. Mi papá me mandaba al prado a arrear las vacas para el ordeño nocturno, y recuerdo que en invierno, especialmente en Nochebuena, me detenía a escuchar cómo las vacas masticaban con paciencia el heno. Nuestra finca estaba muy cerca, con sus luces encendidas, y mi mamá cantaba mientras se preparaba para la Navidad. Sobre mí se extendía un cielo lleno de estrellas. Había una profunda quietud. Pensar que el Cristo, el mensaje divino de Dios, había claramente tenido como resultado la aparición de Cristo Jesús en la tierra, llenaba mi corazón de admiración.
En aquella época, en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, estaba aprendiendo que podía escuchar que este mensaje del Cristo me estaba hablando a mí a través de los edificantes pensamientos de alegría, disponibilidad y generosidad que con frecuencia me venían. Y estaba aprendiendo a comprender la razón implícita de la presencia y la voz del Cristo en mi vida. En la Escuela Dominical y mediante el estudio de la Lección Sermón que se encuentra en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana, estaba aprendiendo que Dios creó al hombre a Su propia imagen, incluso a mí, y que este hombre es espiritual y perfecto, “la niña de sus ojos”, como acertadamente dice en Deuteronomio 32:10.
Mi Padre divino estaba siempre trabajando, enseñándome y mostrándome Su inteligencia y Su amor incomparables, presentes en mí y en mi vida. Esta comunicación del Cristo continúa en la consciencia de todos nosotros, y con frecuencia es maravillosamente evidente en los niños pequeños. Al hecho de ser receptivos al Cristo lo denominamos “la inocencia de un niño”, pero es en realidad nuestra apertura natural al amor del Cristo que viene de Dios, que nos habla a cada uno de nosotros, y se manifiesta en cualidades maravillosas como las de un niño, tales como receptividad, bondad, inocencia, candor, confianza, dulzura, y así sucesivamente.
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