Durante varias semanas, este mensaje estuvo desplegado en grandes carteles que colgaban en muchos lugares aquí en Berlín. Pienso que tenía el propósito de atraer la atención de la gente al hecho de que ser un refugiado no es algo que la gente elige o espera ser. Generalmente es el triste resultado de haber escapado de circunstancias insoportables como son la guerra, los gobiernos corruptos o la persecución religiosa. Con mucha frecuencia, los refugiados temen por sus vidas y las de sus familiares, y han sido forzados a dejar atrás todas sus pertenencias, sus hogares y amigos, sus lugares de trabajo y sus países de origen.
En los últimos años hemos escuchado conmovedores relatos de lo que la gente ha tenido que hacer para escapar de dichas condiciones para encontrar seguridad y estabilidad. Por ejemplo, miles han soportado duras condiciones climáticas y constante privación al cruzar el Mediterráneo en barcas pequeñas e inadecuadas, en busca de un nuevo hogar.
Siempre que escucho estas historias, anhelo sentir paz y que se encuentre una solución a esta continua crisis humanitaria alrededor del mundo. Entonces me vienen al pensamiento estas palabras del Himnario de la Ciencia Cristiana, que me reconfortan mucho:
Si ruge la tormenta
o sufre el corazón,
mi pecho no se arredra,
pues cerca está el Señor.
(Anna L. Waring, N° 148, traducción © CSBD)
En verdad, no hay situación que esté más allá de la ayuda o el alcance de Dios, puesto que Dios, el Espíritu, es omnipresente y siempre está disponible para responder nuestro llamado. El libro de los Salmos nos dice: “Dios es nuestro refugio y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos aunque la tierra sufra cambios, y aunque los montes se deslicen al fondo de los mares; aunque bramen y se agiten sus aguas, aunque tiemblen los montes con creciente enojo. El Señor de los ejércitos está con nosotros” (46:1–3, 7, La Biblia de las Américas).
A lo largo de las épocas, innumerables personas han recurrido a Dios en oración y encontrado que Él es “un pronto auxilio en las tribulaciones”, incluida nuestra familia.
Nos transformamos en refugiados en nuestro propio país en marzo de 1945, durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Mi madre había sido Científica Cristiana durante unos 15 años, aunque nosotros los niños no conocíamos las palabras Ciencia Cristiana en aquella época. Ni siquiera la habíamos escuchado decir esas palabras, ya que hubiera sido peligroso para cualquiera siquiera mencionar la Ciencia Cristiana en la Alemania nazi. Pero esto no podía impedir que mi madre orara, o impedir que sintiéramos los efectos de sus oraciones y su confianza en el poder protector de Dios, particularmente durante el bombardeo de nuestra ciudad, Stettin (hoy Szczecin, Polonia), y nuestra casa.
Siempre que escucho estas historias, anhelo sentir paz y que se encuentre una solución a esta continua crisis humanitaria alrededor del mundo.
Se alentaba fuertemente a las familias con niños a abandonar la ciudad por su propia seguridad. Papá, que era profesor en un instituto para gente ciega en nuestra ciudad (uno de muchos colegios de internados para los ciegos, localizados por toda Alemania), fue evacuado hacia el norte con sus estudiantes a una isla en el mar Báltico. Nos enviaron a mi madre, mis dos hermanos y a mí a un pequeño pueblo en tierra firme junto al Báltico. Cuando la lucha se iba acercando, mi madre tuvo la intuición de que debíamos irnos de inmediato hacia el oeste. Nos fuimos por la noche, cuando la luna llena había salido para iluminar nuestro camino. Tuvimos que caminar toda la noche y estar muy callados porque las fuerzas soviéticas habían desembarcado en una playa cercana. Mi hermano mayor repetía constantemente el Padre Nuestro. Mi hermanita, que tenía tan solo cinco años, se quejó varias veces de que ya no podía seguir caminando, y mi madre le dijo que debía decirles a sus pies que siguieran caminando. No había otra opción.
Al amanecer, tras haber cruzado la primera línea de combate, llegamos a un pequeño puerto donde esperábamos que nos recogiera el último barco que pasaría por allí. Estoy segura de que mi madre estuvo orando a cada paso de nuestra travesía, y sé que fue debido a su lealtad a Dios y su firme confianza en Él que continuamos recibiendo Su protección y guía, en ese momento y en los meses que siguieron.
Finalmente, llegó un barco pequeño. Aunque ya estaba lleno de mujeres y muchos niños, pudimos embarcar. El tiempo aquel día estaba extremadamente tormentoso, y las olas eran muy altas. Las minas marinas ya habían hundido dos barcos grandes, y todos tenían mucho miedo. Recuerdo que en un momento dado mi madre se puso a cantar de pie en la cubierta del barco:
A Cristo veo caminar,
venir a mí
por sobre el torvo y fiero mar;
su voz oí.
(Mary Baker Eddy, Himnario de la Ciencia Cristiana, N° 253, traducción © CSBD)
Como yo era una niña, la idea de que Cristo caminara sobre el mar tempestuoso me impresionó mucho. La miré a mi madre y luego volví la mirada hacia el mar Báltico, donde ella estaba mirando, y me pregunté dónde veía al Cristo. Entonces me di cuenta de que ella estaba viendo algo que yo no podía ver.
Solo mucho más tarde, cuando pude asistir a una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, aprendí que las palabras que mi madre había cantado eran de un hermoso poema de Mary Baker Eddy (la Descubridora de la Ciencia Cristiana) a la que se le había puesto música en el Himnario de la Ciencia Cristiana. Entonces me di cuenta de que lo que mi madre “había visto” era al salvador impersonal o “Cristo”, la Verdad eterna, el poder sanador y salvador de Dios que viene a todo corazón receptivo, como demostró el ministerio sanador de Cristo Jesús.
Siempre disfruto cantar este himno. Es muy apropiado que se llame “Cristo, mi refugio”, puesto que refugio era lo que nuestra familia estaba buscando y encontrando.
Nuestro barco llegó a salvo a través del mar tormentoso y ancló en el puerto de Ueckermünde, Alemania. Allí, nos pusieron a nosotros y a muchos otros refugiados en un tren en dirección al oeste a Hanover. Aunque este viaje normalmente llevaba de cuatro a cinco horas, nos tomó catorce días hacerlo. Después de otra aventura, llegamos finalmente a la casa de la hermana de mi madre en Eisenach (donde Martín Lutero tradujo el Nuevo Testamento al alemán). Sin embargo, no fue el fin de nuestra travesía porque los poderes de la ocupación ordenaron que todos los refugiados salieran de la ciudad. Mi madre quería tratar de ir a ver a sus padres, que vivían en Potsdam, cerca de Berlín. Pero nuestro tren fue detenido en la ciudad de Halle (Saale), y no podía seguir más lejos porque todos los puentes habían sido destruidos.
Allí estábamos, sentados sobre el piso de concreto de la estación de tren, junto con muchas otras familias, llenos de esperanza y esperando un pensamiento angelical de Dios que nos mostrara el camino para salir adelante, un camino lleno de bendiciones. De pronto, mi hermano mayor, que tenía diez años, le dijo a mi madre: “Mami, esta parece ser una ciudad grande. Tal vez haya aquí un instituto para la gente ciega. ¡Y quizás conocen a nuestro Papá!” Esta era la respuesta inspirada que estábamos esperando. Mi madre encontró un teléfono que funcionaba y el número de teléfono de una escuela para ciegos, a la que llamó. La escuela conocía a nuestro padre, y nos dijeron: “¡Vengan enseguida para acá!”. Y así lo hicimos, muy felices. Fue allí donde nuestro padre nos encontró cuatro meses después.
En un ensayo de un párrafo titulado “Ángeles” Mary Baker Eddy escribió: “Dios os da Sus ideas espirituales, y ellas, a su vez, os dan vuestra provisión diaria. Nunca pidáis para el mañana; es suficiente que el Amor divino es una ayuda siempre presente; y si esperáis, jamás dudando, tendréis en todo momento todo lo que necesitéis. ¡Qué gloriosa herencia se nos da mediante la comprensión del Amor omnipresente!” (Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 307). Pienso que la experiencia de mi familia ilustró esto muy bellamente, y me dio la certeza de que ahora mismo Dios está protegiendo y guiando a todo aquel que recurre a Su nombre.
En Halle fui por primera vez a una Iglesia de Cristo, Científico. Poco después, la iglesia abrió una Escuela Dominical, a donde me encantaba ir todos los domingos. Y los miércoles, asistía entusiasmada a las reuniones de testimonios en la iglesia. Me encantaba lo que aprendía allí acerca de Dios como un Padre y Madre amoroso, y acerca de mi inseparable relación con Él. Y tuve mis primeras curaciones por medio de mis propias oraciones.
Hoy, en mis oraciones por el mundo, me aferro a la verdad de que nuestros hermanos y hermanas en todas partes están a salvo en los brazos eternos y omnipresentes del Amor divino. ¿Harías tú, querido lector, lo mismo? ¿Te unirías a mí en saber que el Cristo viene a todos por sobre “el torvo y fiero mar” de la vida —por sobre cualesquiera sean las dificultades que puedan estar enfrentando— les habla de la interminable gentileza y cuidado de Dios, y los guía hacia la libertad, la paz y la seguridad? Incluyámoslos en nuestras oraciones diarias, afirmando el amor de Dios por toda Su creación, puesto que todos somos las hijas e hijos amados de Dios.