Algunos piensan que orar consiste en recitar oraciones específicas. Pero otros también lo ven como el esfuerzo constante de experimentar a Dios sin importar lo que estemos haciendo.
Esa pequeña distinción en la perspectiva aporta un elemento transformador sumamente poderoso a la oración. Cuando consideramos la oración como una experiencia tangible, en vez de simplemente una repetición de palabras, nos damos cuenta de cuán profunda y sanadora puede ser. La oración que se origina en la comprensión espiritual del mensaje inspirado de Dios, que se siente y se honra, realmente ayuda y sana. Cristo Jesús comprendió esto y amorosamente instruyó a sus seguidores: “Al orar, no uséis repeticiones sin sentido” (Mateo 6:7, La Biblia de las Américas).
Las palabras, ya sea que se digan en voz alta o mentalmente, sin duda pueden ser un buen punto de partida para la oración. Sin embargo, no necesitamos dejar de orar una vez que llegamos al final de la frase. Siempre podemos ahondar más con el anhelo de sentir y amar el significado detrás de las palabras, y después darles vida por medio de nuestras acciones. La Biblia describe este enfoque de forma maravillosa: “Ya que vivimos por el Espíritu, sigamos la guía del Espíritu en cada aspecto de nuestra vida” (Gálatas 5:25, Nueva Traducción Viviente).
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