Muchos conocen, aunque sea un poco, el relato bíblico que comienza en Éxodo, cuando Moisés guía a los hijos de Israel fuera de la esclavitud en Egipto hacia la Tierra Prometida, Canaán; tierra que Dios le prometió a Abraham, quien llegaría a ser “padre de muchas naciones” (véase Génesis 17:1-8 Nueva Traducción Viviente). Durante todo el camino, Dios guió a los hijos de Israel, los protegió, los alimentó y les enseñó acerca de Su naturaleza y relación con ellos. Les dio los Diez Mandamientos, y era clave que prestaran atención a estos mandatos para poder reclamar la Tierra Prometida y recibir las bendiciones de Dios.
Poco después de empezar a estudiar seriamente la Ciencia Cristiana, hubo dos años durante los cuales tuve que enfrentar un desafío tras otro (de salud, financieros y otras dificultades). Parecía abrumador, pero la experiencia de los hijos de Israel me alentaba. Durante los cuarenta años que pasaron en el desierto, Dios nunca los abandonó, sino que estuvo con ellos a cada paso del camino, sosteniéndolos en las penurias que sufrían, eliminando sus temores, corrigiendo los pasos en falso que daban, enseñándoles la alegría que brinda la obediencia, y mostrándoles Su gloria.
Después de liberar a los israelitas de Faraón y guiarlos lo suficientemente cerca de Canaán, Moisés envió a doce espías (uno de cada una de las tribus) para que se adelantaran y entraran en Canaán a “[observar] la tierra cómo es”, lo que se transformó en una misión de reconocimiento que duró cuarenta días, (véanse Números, caps. 13 y 14). Cuando regresaron, los doce estuvieron de acuerdo en que era realmente una tierra donde fluye “leche y miel”. Pero allí terminaba la coincidencia. Aunque los doce habían mirado la misma tierra, no todos la veían de la misma forma.
Dos de los doce —Josué y Caleb— estaban a favor de entrar en la tierra, lo que ilustraba una confianza en la promesa de Dios: “He aquí yo envío mi Ángel delante de ti para que te guarde en el camino, y te introduzca en el lugar que yo he preparado” (Éxodo 23:20). Pero los otros tenían miedo de ir, contaban que los habitantes de la tierra que habían explorado eran gigantes, y esto hizo que los hijos de Israel murmuraran contra Moisés.
En consecuencia, los hijos de Israel deambularon por el desierto cuarenta años —un año por cada uno de los cuarenta días que los espías habían explorado la tierra— y muchos de ellos perecieron antes de llegar a la Tierra Prometida. Finalmente, fue Josué quien guió al pueblo a Canaán. “En la antigüedad, los hijos de Israel fueron salvados por su paciente espera”, escribe Mary Baker Eddy (Retrospección e Introspección, pág. 79). Paso a paso, su comprensión espiritual y aprecio de los Diez Mandamientos fue en aumento, lo que los capacitó para eliminar, uno por uno, los limitativos temores, dudas y creencias que les impedía avanzar. Les tomó cuarenta años; y aunque muchos de aquellos que finalmente lograron entrar en la Tierra Prometida todavía no habían nacido cuando iniciaron la travesía, los hijos de Israel no se dieron por vencidos. Y, finalmente, entraron con valentía y con mucha ansiedad.
Hay muchas lecciones que todos podemos aprender de la experiencia de los hijos de Israel, que pueden inspirarnos hoy y salvarnos de “deambular” durante muchos años en la travesía de nuestra propia vida, lecciones que pueden ayudarnos y guiarnos de un sentido material de la existencia, hacia la comprensión de que el verdadero ser del hombre es espiritual, armonioso e inmortal.
Lo único que obtuve de esa experiencia fueron bendiciones, que continúan hasta el día de hoy.
Por ejemplo, después de ser liberados de Faraón, los israelitas no tomaron posesión de la Tierra Prometida inmediatamente. Ante ellos había un desierto que primero debían superar. ¿No tenemos todos acaso un “desierto” que debemos vencer, creencias humanas limitativas llenas de temor y duda? Pero ninguno de nosotros está privado de la ayuda de Dios. De la experiencia de los hijos de Israel, aprendemos que Dios nos guía, nos protege y nos da todo lo necesario: bendiciones que se ponen de manifiesto cuando Lo obedecemos. No puedo ni empezar a contar todas las preciadas lecciones que he aprendido de los hijos de Israel que me ayudan en mi propia residencia temporal “de la materia al Alma”, como lo describe el Himno 64 del Himnario de la Ciencia Cristiana (Violet Hay, traducción español © CSBD).
Siempre que pienso en todo este relato, me viene una pregunta, una que se vuelve más importante y útil cuanto más reflexiono sobre ella: ¿Qué es realmente la Tierra Prometida?
Apoyándonos en el sentido espiritual inherente en cada uno de nosotros, discernimos mucho más de lo que el sentido material puede jamás informarnos; percibimos nuestra verdadera existencia espiritual bajo la supremacía y el gobierno de Dios. Llegamos a comprender que la Tierra Prometida es mucho más que un lugar geográfico; es un estado de consciencia. Como Cristo Jesús predicó y probó, el reino de los cielos está aquí, ahora, y todos tenemos el derecho divino de ser ciudadanos de este reino espiritual, que es la Tierra Prometida; un sentido espiritual de armonía que no tiene nada que ver con las fronteras geográficas.
Estoy segura de que Caleb y Josué deben de haber percibido algo de esto. Ciertamente, Caleb ya estaba demostrando en cierto grado la verdad fundamental del gobierno de Dios al superar las creencias humanas del envejecimiento. Pocos años después de que los hijos de Israel entraron en la tierra física que se les había prometido, Caleb (que para entonces tenía ochenta y cinco años) notó que estaba tan fuerte como había estado cuando Moisés lo envió a explorar la tierra cuarenta años antes (véase Josué 14:10-11).
A lo largo de toda la Biblia, la salud, la felicidad y la prosperidad están relacionadas con gente que recurrió a Dios y llegó a comprender más acerca de la naturaleza de Dios y nuestra relación con Él. ¡Cuánto podemos aprender de estos relatos que nos salvan de tener que dar tantos pasos más! La ley del Amor de Dios guía nuestro pensamiento más cerca de nuestro creador; silencia nuestros temores y dudas; purifica y alegra nuestros corazones, y los enciende de valor; y acelera nuestros esfuerzos en dirección a Dios.
Me gusta pensar que cada uno de nosotros es un hijo de Israel en un sentido espiritual más amplio, como lo define Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy: “Hijos de Israel.Los representantes del Alma, no del sentido corporal; los vástagos del Espíritu, quienes, habiendo luchado con el error, el pecado y el sentido, están gobernados por la Ciencia divina; algunas de las ideas de Dios percibidas como hombres, que echan fuera el error y sanan a los enfermos; los vástagos del Cristo” (pág. 583).
Mediante la Ciencia divina del Cristo que Dios le reveló, la Sra. Eddy percibió y experimentó un sentido más expansivo y elevado de la Tierra Prometida. Al referirse a su propio progreso espiritual, ella escribió: “Vi ante mí el terrible conflicto, el Mar Rojo y el desierto; pero seguí avanzando con fe en Dios, confiando en la Verdad, el fuerte libertador, para que me guiara hacia la tierra de la Ciencia Cristiana, donde las cadenas caen y los derechos del hombre son plenamente conocidos y reconocidos” (Ciencia y Salud, pág. 226-227). Y Ciencia y Salud define desierto de la siguiente manera: “Desierto.Soledad; duda; tinieblas. Espontaneidad de pensamiento e idea; el vestíbulo en que el sentido material de las cosas desaparece, y el sentido espiritual revela las grandes realidades de la existencia” (pág. 597).
Estos dos pasajes fueron muy útiles para mí en mi propia experiencia en el “desierto” que mencioné al comienzo de este artículo. Lo que me llamó la atención en la definición de desierto en Ciencia y Salud, fue la palabra “vestíbulo”. Me di cuenta de que nadie se queda permanentemente en un vestíbulo (¡aunque es posible que deje allí sus botas llenas de lodo!), de modo que eso era prometedor. Continué escuchando atentamente para oír los pensamientos que venían de Dios, y vinieron, me recordaron que yo no estaba haciendo esto sola.
Paso a paso (pensamiento a pensamiento), algunas “grandes realidades de la existencia” —verdades acerca de la omnipresencia y omnipotencia de Dios— se volvieron más claras. Sentí el amor y la omnipotencia de Dios y me sentí a salvo. Cuanto más real se volvió Dios para mí, menos abrumadores parecieron los problemas. Muy pronto llegó el momento decisivo; el día cuando el amor ilimitado de Dios fue más para mí que todas las pretensiones humanas de escasez juntas, y todas las tinieblas del temor y la duda desaparecieron. Cada uno de los problemas fue rectificado por completo.
No fue fácil, pero al pensar en ello ahora, me doy cuenta de que no cambiaría esa época que pasé en el desierto por nada del mundo. Lo único que obtuve de esa experiencia fueron bendiciones, que continúan hasta el día de hoy.
La mejor de esas bendiciones fue la alegría de llegar a conocer mejor a Dios y confiar en Él más y más. A diario, veo que cuando nuestro pensamiento se vuelve a Dios, nuestras vidas reflejan cada vez más la armonía de Su reino, Su dominio, reinado y gobierno. Aprendí muchísimo durante esa época. Lo más importante fue que comprendí que superar los desafíos mediante la comprensión de la bondad de Dios es algo que cualquiera puede hacer.
Gracias, hijos de Israel —a cada uno— por las fortalecedoras lecciones que aprendí de ustedes que me han salvado de tener que dar tantos pasos más.
