Un día, salí a caminar tratando de calmar mi pensamiento. Lo hago con frecuencia cuando las cosas no parecen tener sentido o son contrarias a la armonía que Dios nos ha dado el derecho de experimentar.
Me detuve por un momento junto a un río. Habíamos tenido varios días de lluvia muy intensa, y podía escuchar el estruendoso ruido del agua al pasar velozmente a través del valle. Fluía con tanta rapidez que ahogaba todos los otros sonidos. Ilustraba perfectamente cómo me sentía yo: ahogada por la agitación.
Me impresionó mucho la fuerza del agua; no obstante, allí sobre una roca, parada en una sola pata, había una garza. Ella no era azotada por las fuertes corrientes; no se sentía alarmada por la fuerza del río; estaba en paz, esperando y vigilando mientras las aguas pasaban como un torbellino. Entonces, de pronto volvió su cabeza, bajó calmadamente la otra pata, y metió la que le había servido de apoyo dentro de las plumas de su cuerpo. No se tambaleó ni vaciló; la acción fue muy suave.
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