Hace varios años, acepté la invitación de unos amigos para cenar con ellos en un restaurante que sirve un tipo de comida que nunca antes había probado. Pedí una sopa y solicité que el chef agregara la mínima cantidad posible de picante.
Más tarde esa noche, comencé a experimentar los síntomas de una intoxicación por la comida. En poco tiempo me sentí sumamente incómoda. Inmediatamente comencé a orar y, para ayudar mis oraciones, empecé a leer del libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, donde localicé muchas declaraciones sobre los alimentos. La más útil en ese momento fue esta: “Admite la hipótesis corriente de que el alimento es el nutrimento de la vida, y resulta la necesidad de otra admisión en el sentido opuesto: que el alimento tiene el poder de destruir la Vida, Dios, por deficiencia o exceso, por una calidad o una cantidad” (pág. 388).
Mientras oraba, comencé a ver que la comida realmente no podía tener poder para destruir o dañar. Lo único que tenía poder sobre mí era la Vida divina, Dios. No tenía que aceptar las creencias comunes sobre sustancias tóxicas u otros elementos destructivos en los alimentos. Más bien, la comida, comprendida espiritualmente como una idea de Dios, tiene que tener una sustancia espiritual, y nunca podría dañar sino solo bendecir, porque es de Dios. Continué orando de esta forma y los síntomas disminuyeron y me sentí un poco mejor.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!