Según me contaron, la primera vez que entré en una iglesia fue en los brazos de mi madre. Era una beba de tres meses de edad. Jamás me habría imaginado en aquel entonces que sería el comienzo de una relación permanente y feliz con la iglesia.
Durante mi niñez y adolescencia asistí a la misma iglesia —una filial de La Iglesia Madre, La Primera Iglesia de Cristo, Científico, en Boston— como estudiante de la Escuela Dominical. Aprendíamos sobre la importancia de la Biblia en nuestras vidas, acerca de Dios y cómo orar. Recuerdo una ocasión, cuando tenía unos nueve o diez años, en que revisé mentalmente los conceptos espirituales sobre los que habíamos hablado en clase ese día al ir en el auto de regreso a casa con mi familia. Me dije: “Acuérdate, los estás aprendiendo para ponerlos en práctica”.
Desde un principio, me había dado cuenta de que participar en la iglesia no es una actividad pasiva, ni es cuestión de asistir a los servicios religiosos o a la Escuela Dominical porque sentíamos que era un deber o una tradición de familia. Tampoco se trata de aceptar simplemente trabajos en los comités. Consiste, más bien, en ceder a Dios momento a momento y permitir que el Amor divino embeba nuestros pensamientos y purifique nuestros móviles.
Tan pronto cumplí doce años, la edad más temprana para poder afiliarme tanto a La Iglesia Madre como a mi filial, llené las respectivas solicitudes con gran entusiasmo, y fui cordialmente aceptada como miembro en ambos casos. Mi primera tarea fue conocer los nombres de todos los miembros de la iglesia filial, y saludar con afecto a cada uno después de mi clase de la Escuela Dominical.
¿Por qué hice este compromiso de afiliarme a la iglesia? Desde que era niña, había visto muchas curaciones como resultado de la oración, probando cuán prácticas eran las ideas espirituales que había estado aprendiendo en la Escuela Dominical. Sin duda, yo sabía que la Ciencia Cristiana era la Ciencia del Cristo, las leyes divinas de la Vida, la Verdad y el Amor que Cristo Jesús demostró cuando sanaba a los enfermos. Yo tenía el deseo de ayudar a la gente al comprender estas leyes espirituales y ponerlas en práctica, como hizo Jesús. Intuitivamente sentía que unirme a una comunidad en la que todos tienen la misma meta elevada de vivir y amar conforme a las enseñanzas de Cristo Jesús, fortalecería y apoyaría mi práctica de la Ciencia Cristiana. Eso no solo demostró ser cierto, sino que me ha brindado una gran alegría, así como una gran afinidad espiritual y tangible con los otros miembros.
Tiempo después de afiliarme a la iglesia, descubrí que hacerlo no es simplemente un proceso administrativo, o algo que se hace una vez, sino la demostración externa de nuestro compromiso más íntimo de crecer espiritualmente y sanar. Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, escribió: “Nuestra iglesia está edificada sobre el Principio divino, el Amor. Podemos unirnos a esta iglesia sólo a medida que nazcamos de nuevo en el Espíritu, a medida que alcancemos la Vida que es Verdad y la Verdad que es Vida, produciendo los frutos del Amor, echando fuera el error y sanando a los enfermos” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 35). La frase “a medida que” es interesante en este contexto, porque indica que mientras que podemos afiliarnos a la iglesia, estar unidos a ella es un proceso constante de renacimiento espiritual por medio del cual demostramos su utilidad hoy.
La Sra. Eddy explica: “El nuevo nacimiento no es obra de un momento. Empieza con momentos y continúa con los años; momentos de sumisión a Dios, de confianza como la de un niño y de gozosa adopción del bien; momentos de abnegación, consagración, esperanza celestial y amor espiritual” (Escritos Misceláneos 1883–1896, pág. 15).
En una oportunidad Cristo Jesús habló con un principal de los judíos, un hombre llamado Nicodemo, acerca de la necesidad de ser “nacido del Espíritu”. Le dijo: “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”. Pensando que Jesús se refería al nacimiento material, Nicodemo preguntó: “¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?”. Jesús respondió: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (véase Juan 3:1-8).
En otras palabras, a fin de ver este reino —tener la altura de visión espiritual que nos capacita para experimentar la vida espiritual que Dios creó— debemos nacer de nuevo. Jesús enseñó que esto requiere de genuina humildad, la disposición de abandonar los puntos de vista materialistas de la vida y aceptar la realidad espiritual. Desde este punto de vista más elevado, vemos que la vida y la identidad del hombre son puramente espirituales, no están limitados por los sentidos materiales, y son inseparables de la Vida divina, o Dios.
Algunos pueden argumentar: “Yo no necesito la iglesia para ser espiritual o comprender a Dios”. Sin embargo, servir en una comunidad de iglesia brinda oportunidades únicas para crecer en gracia; para que cada miembro alimente el progreso espiritual de otra persona con amor y respeto mutuos, y apoyar colectivamente a aquellos en la comunidad que están buscando curación y son receptivos a lo que la Ciencia Cristiana tiene para ofrecer.
Lejos de sentir que es aburrida o una rutina, servir a la iglesia se transforma en una experiencia alegre y enriquecedora.
He aprendido que la forma como veo la iglesia y participo en sus actividades es inevitablemente revitalizada a medida que nazco de nuevo en el Espíritu. Los pensamientos desalentadores como, por ejemplo, “No obtengo nada de la iglesia”, o “La Iglesia no tiene ninguna importancia en el mundo de hoy” —pensamientos que nos impedirían participar de todo corazón en la misión sanadora de la iglesia— deben ceder ante la Verdad divina. Siempre que soy tentada por esas sugestiones, el orar a Dios, la Mente divina única, me ha liberado de esas imposiciones de la creencia mortal, y me ha dado una vislumbre más grande del verdadero significado y propósito de la Iglesia.
En mi experiencia, lo que obtenemos de la iglesia depende totalmente del concepto que tenemos de la misma. Por esta razón, me ha resultado instructivo que la Iglesia esté en principio definida en el libro de texto de la Ciencia Cristiana como “la estructura de la Verdad y el Amor; todo lo que descansa sobre el Principio divino y procede de él” (Ciencia y Salud, pág. 583). Ciertamente, la estructura de la Verdad y el Amor, los cuales son sinónimos de Dios, no es una construcción física o una organización de personas que socializan y cumplen tradiciones religiosas en un esfuerzo por estar mutuamente de acuerdo. Más bien, es una idea espiritual, concebida y establecida por Dios, la Mente divina, la única inteligencia, y gobernada por el Principio divino, el único legislador.
Me he dado cuenta de que siempre obtengo lo máximo de la iglesia cuando oro por la institución, sus servicios y actividades sanadoras. Antes de que comience cada servicio religioso, me esfuerzo por mantenerme firme en la definición espiritual de Iglesia. Reconozco que los Lectores, y todos los que están envueltos en el servicio, son una transparencia para el mensaje sanador del Cristo, de la Verdad divina. Y reconozco que la congregación, yo incluida, está despierta y es receptiva a este mensaje, que Dios siempre está transmitiendo. Sé que otras personas en la iglesia también están orando.
En una ocasión, me sentía molesta por una situación personal que me intimidaba, para la cual no veía una solución. Aquel domingo en la iglesia, mientras escuchaba la lectura de la Lección Bíblica, comprendí un pasaje de Ciencia y Salud desde una nueva perspectiva, y el temor se disolvió. Sentí que este despertar a la Verdad, el cual trajo la luz de la comprensión espiritual, era el resultado tangible de las oraciones de la congregación.
El libro de los Efesios habla del amor del Cristo por la iglesia, y cómo “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (5:25–27). Me encanta la idea de que cada uno de nosotros es llamado a contemplar la iglesia gloriosa y sin mancha de Cristo. Muchas veces, cuando me siento desalentada o abrumada por la actividad de iglesia, y pienso que, por ejemplo, alguien no está actuando como yo pienso que debería hacerlo, o que muy poca gente asiste a los servicios religiosos, he rechazado esos temores a medida que he vislumbrado la idea puramente espiritual de Iglesia que abre nuestros corazones para que amemos la iglesia, y la veamos como Cristo Jesús lo hacía.
Oro con persistencia para que todos nosotros estemos conscientes de esta Iglesia gloriosa que abraza a toda la creación buena y espiritual de Dios, y expresemos gratitud y adoración incesantes por nuestro creador. En esta Iglesia no hay “manchas y arrugas”, —no hay desaliento, temor, declinación o preocupación con las formas y medios materiales— porque su fundamento es espiritual, sólido y tan eterno como Dios; una idea que es completa, y siempre nueva en el Espíritu.
A medida que el pensamiento cede a esta idea espiritual de Iglesia, obtenemos nuevas perspectivas espirituales acerca de las formas en que mejor podemos apoyar la misión sanadora de nuestra organización de iglesia, incluidos sus miembros y comunidad; nuestros móviles y acciones se purifican, y reflejamos el amor del Cristo.
Lejos de sentir que es aburrida o una rutina, servir a la iglesia se transforma en una experiencia alegre y enriquecedora.
