Me estaba dando un ataque de pánico en un vuelo de 16 horas a la India. En el baño, al tratar de poner en orden mis ideas, se apoderó de mí el temor de no poder moverme libremente en este viaje físicamente difícil, que hacía meses que había planeado.
Mi esposa y yo y otra pareja habíamos programado hacer excursiones por el campo, caminar por las ajetreadas calles de las ciudades y visitar fuertes, museos, palacios y santuarios. Esto incluiría subir y bajar escaleras y caminos de piedra, tierra y grava de diversas alturas y pendientes. Viajaríamos en barcos, trenes y aviones, e incluso jeeps y camiones en safari. Incluso tal vez tendría que usar estribos para montar elefantes y camellos.
Me consumía la razón por la cual pensaba que no podría hacer ninguna de esas cosas. Sentía un severo dolor en la ingle que hacía que sentarme, cruzar las piernas e incluso caminar por el pasillo del avión me resultara difícil.
Me costaba mucho pensar, pero recordé un incidente que mi padre le había contado a nuestra familia. Cuando era niño, décadas antes de escuchar hablar de la Ciencia Cristiana, un día de pronto se sintió mareado y con muchas náuseas, así que se quedó en casa en lugar de ir a la escuela. Solo en su cuarto, temblando debajo de las mantas de su cama, se dijo a sí mismo: “Sé que, si tan solo me quedo quieto, estaré bien”.
Aquel día, justo después del almuerzo, él sorprendió a su mamá y a sus maestros y regresó a la escuela, completamente sano. Los síntomas, para su gran deleite, habían desaparecido.
Al recordar con cariño esa historia —y el orgullo y la alegría de mi padre al repetirla a lo largo de los años— traté de seguir su confianza infantil quedándome quieto, tanto mental como físicamente. Me di cuenta de que la revelación que tuvo mi papá en su niñez había estado basada en las Escrituras, ya sea que él lo supiera en aquel entonces o no.
Me aferré a este pensamiento de Salmos: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios” (Salmos 46:10). También recordé una serie de otras citas de la Biblia sobre la quietud, que iban desde el Salmo 23 —“En lugares de delicados pastos me hará descansar” (versículo 2)— hasta cuando Jesús reprende al viento y al mar en el evangelio de Marcos: “Calla, enmudece” (Marcos 4:39).
También recordé esta línea que una vez memoricé de la autobiografía de Mary Baker Eddy, Retrospección e Introspección: “La mejor clase espiritual del método de acuerdo con el Cristo para elevar el pensamiento humano e impartir la Verdad divina, es poder estacionario, quietud y fuerza; y cuando hacemos nuestro este ideal espiritual, viene a ser el modelo para la acción humana” (pág. 93).
Al ahondar más profundamente en qué significaba esto para mí, pude ver que la Verdad divina, a la que reflejo por ser el hijo perfecto de Dios, se manifestaría en proporción a mi capacidad para acallar los pensamientos de temor y permitir que el espíritu del Cristo entrara en mi pensamiento. Permanecer quieto era una forma de eliminar el ruido de los argumentos mentales humanos, para que los pensamientos divinos —que ya estaban presentes— pudieran ser más comprensibles para mí.
Al apoyarme en la verdad de cada cita, la angustia mental disminuyó, pero el agudo dolor físico persistía.
Pensé en una curación física que había tenido que se había producido al orar con la ayuda de mi maestra de la Ciencia Cristiana. Ella me había dicho con convicción que yo no era un montón de huesos, coyunturas y paredes abdominales sujetos a un caprichoso desgaste y deterioro. Soy un reflejo espiritual, no una entidad material o mecánica.
Después de orar de esta manera, esta vez salí del baño y pude caminar de regreso a mi asiento. Pero para cuando aterrizamos, todavía pensé que era mejor pedir una silla de ruedas y asistencia para llegar al reclamo de equipajes, de manera de no agravar la aguda inflamación que tenía.
Cuando llegamos al hotel, le mandé de inmediato un rápido correo electrónico a un practicista de la Ciencia Cristiana. Sentí que mi cuerpo se relajaba. Escuché con atención para recibir los pensamientos de Dios, mientras reclamaba con firmeza que soy espiritual y no estoy limitado por la materia.
La Sra. Eddy escribe: “Las Escrituras nos informan que el hombre está hecho a la imagen y semejanza de Dios. La materia no es esa semejanza” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 475). Yo sabía que esto era verdad, y que cuanto más pudiera acallar el ruido mental de la materia, más aparecería mi identidad real, así como un centavo en el fondo de una piscina que no puedes ver cuando el viento agita la superficie, pero que se vuelve visible cuando el agua está tranquila.
A pesar de haber dormido tan solo dos horas, me desperté a la mañana siguiente sin ningún síntoma de dolor o enfermedad, y para mi gran alegría, jamás volví a sentirlos, y pude moverme con toda libertad durante mi viaje.
Al moverme apurado por la mañana, el mediodía y la noche durante varios días —a menudo con diligencia para tomar la siguiente conexión, excursión, llegar a tiempo, etc.— tuve específicamente cuidado de mantener esa quietud mental que había encontrado con la oración.
Además, gracias a la gentileza del internet y el Wi-Fi del hotel, continué investigando muchas referencias más sobre la quietud en la Biblia y los escritos de Mary Baker Eddy mediante el programa de referencias Concord en JSH-Online, y las mismas continuaron trayéndome inspiración durante todo el viaje.
Así que, con el apoyo mediante la oración a distancia del practicista, y al buscar quietud mental mientras me movía físicamente, estaba probando esta declaración de la Sra. Eddy: “El Espíritu, Dios, es oído cuando los sentidos están en silencio” (Ciencia y Salud, pág. 89). Estas palabras significan para mí que la verdad espiritual acerca de mí y de todos se ve cuando los sentidos materiales están quietos.
Ya hace más de un año que ocurrió esta curación, y no he tenido ninguno de esos síntomas. Estoy eternamente agradecido por la Ciencia sanadora que la Sra. Eddy presentó tan claramente para que todos nosotros la entendamos y practiquemos.
Dan Wood
Sherman Oaks, California, EE. UU.
