El pecado es un concepto que ha confundido a la humanidad a lo largo de los siglos; y es interesante notar que la Biblia no comienza a analizarlo de inmediato.
En el primer capítulo de la Biblia leemos: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza” y “vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (Génesis 1:26, 31). Y en Eclesiastés encontramos esta máxima: “He entendido que todo lo que Dios hace será perpetuo; sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá” (3:14). ¿Podemos concluir de estas verdades bíblicas que somos eternos y que nuestra verdadera naturaleza es tan pura, santa y buena como la naturaleza de Dios?
El primer capítulo del Génesis se refiere al hombre inmortal, creado a imagen de Dios, el Espíritu. El segundo y los capítulos subsecuentes presentan un concepto humano mortal, pecaminoso, que cayó de la gracia, un concepto que ha definido mayormente el punto de vista religioso moderno acerca del hombre.
La Ciencia Cristiana recurre al primer capítulo del Génesis para obtener información acerca de la realidad del hombre de Dios, pero esto no quiere decir que la Ciencia Cristiana ignore o desestime el pecado. Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, escribe acerca de la venida del Consolador, Dios revelando la Verdad divina a la humanidad. En el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, ella dice: “Esta venida, como fue prometida por el Maestro, es para su establecimiento como una dispensación permanente entre los hombres; pero la misión de la Ciencia Cristiana ahora, como en los tiempos de sus primeras demostraciones, no es principalmente de curación física. Ahora, como entonces, señales y prodigios se efectúan en la curación metafísica de la enfermedad física; pero estas señales son solamente para demostrar su origen divino, para atestiguar la realidad de la misión más elevada del poder-Cristo de quitar los pecados del mundo” (pág. 150).
He llegado a comprender que el pecado es todo aquello que no nos permite vernos a nosotros mismos espiritualmente, y nos impide actuar con valor moral e integridad. Hoy en día, como siempre, el pecado realmente parece ser una realidad de la naturaleza humana, y no debe ignorarse. Debe sanarse en la consciencia humana por medio de la Verdad divina que pone al descubierto el mal, reemplaza los conceptos falsos por la comprensión de nuestra verdadera naturaleza como la semejanza espiritual de Dios e inspira el arrepentimiento y la reforma.
En el Evangelio de Juan leemos esto, refiriéndose a Cristo Jesús: “Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (3:17). Si uno está luchando con la condenación propia por haber obrado mal, es útil saber que Jesús enseñó que Dios condena el pecado, pero no nos condena a nosotros, Sus hijos amados. Más bien, el amor de Dios nos corrige. Al saber que Dios no nos condena, sino que solamente condena el pecado, podemos avanzar hacia nuestra salvación. Con relación a esto, uno de los artículos de fe de la Ciencia Cristiana explica que tenemos trabajo que hacer: “Reconocemos el perdón del pecado por Dios en la destrucción del pecado y en la comprensión espiritual que echa fuera el mal como irreal. Pero la creencia en el pecado es castigada mientras dura la creencia” (Ciencia y Salud, pág. 497). La salvación entraña aceptar la omnipotencia de Dios y demostrarla —obteniendo el dominio sobre el supuesto control que tiene el pecado sobre nosotros— por medio del arrepentimiento sincero, la reforma y la curación.
Cuando yo era niño, mi papá era un oficial militar de carrera y nuestra familia se mudaba constantemente de un lugar a otro. Para cuando cumplí dieciséis años yo había vivido en cuatro países, incluso en siete diferentes lugares dentro de los Estados Unidos, y había asistido a cuatro escuelas de bachillerato distintas.
Por un lado, obtuve una valiosa perspectiva del mundo a través de esta experiencia. Por el otro, como había sido desarraigado continuamente, sentía que me había perdido varias cosas, entre ellas las actividades que podrían considerarse similares a la forma de “vivir perdidamente” del hijo pródigo en la parábola de Jesús (véase Lucas 15). A menudo pensaba que si tan solo hubiera experimentado algunos de esos “buenos momentos”, me sentiría más satisfecho, completo y amado, en lugar de sentirme incompleto, insatisfecho y aislado.
Estoy agradecido porque mi mamá me inscribió en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana durante mi último año de bachillerato. Esto me cambió la vida. Pude usar lo que aprendía en la Escuela Dominical, acerca de mi verdadera naturaleza espiritual como la imagen y semejanza de Dios, para ayudarme a resistir la persistente tentación de experimentar la forma de “vivir perdidamente” que, según pensaba, no había disfrutado.
Por ser hijo de Dios, cada uno de nosotros es eternamente puro, santo, inocente, completo, satisfecho y amado.
Me enseñaron que al orar debía comenzar siempre reconociendo a Dios y agradeciendo cada vez más lo que dice la Biblia acerca de Él: Dios es Amor. Es el único creador. Dios es bueno, infinito, todopoderoso, omnipresente, omnisciente y verdadero. Entonces razoné que el mal, el opuesto del bien (a menudo llamado el diablo), no tiene amor; no crea nada; no tiene bondad ni lugar ni poder ni presencia ni inteligencia ni verdad.
A medida que oraba y estudiaba regularmente la Biblia y los escritos de la Sra. Eddy, aumentaba mi comprensión de Dios como Amor —como mi creador, la fuente de mi ser— y empecé a aceptar que nada tiene existencia real sino Dios y Su creación pura y perfecta. Además, a medida que mi travesía de descubrimiento espiritual progresaba, llegué a ver que cada uno de nosotros, por ser la semejanza espiritual de Dios, es por siempre completo, amado y está satisfecho; que no nos falta nada bueno; que verdaderamente no hay placer en el mal; que solo existe un Ego, un Dios, que nos ama eternamente, y nosotros somos uno con Él.
Me di cuenta de que las innumerables formas de pecado están arraigadas en la creencia falsa de que carecemos de algo o alguien, y que este aparente vacío puede llenarse materialmente. Pero esta sugestión agresiva de que somos incompletos, y que hay algo aparte de Dios que nos completará, es una mentira absoluta porque no existe nada fuera del Dios infinito, el bien. Es un alivio enterarse de que, por ser el hombre de Dios, Su semejanza o reflejo, ya somos completos y, en consecuencia, no dependemos de nada o de nadie más para serlo.
En Ciencia y Salud, leemos este pasaje liberador: “¿Quién cesará de cometer pecados mientras crea en los placeres del pecado? Una vez que los mortales admiten que el mal no confiere placer, se apartan de él” (págs. 39-40). A medida que fui tomando consciencia de mi identidad espiritual y verdadera, se hizo cada vez más claro para mí que realmente no hay más placer o deleite en el vicio de lo que hay, por ejemplo, en comer tierra; ambos son igualmente antinaturales, carecen de valor y son insatisfactorios. La satisfacción proviene de nuestra relación indestructible con Dios, el Espíritu, el Amor. La creencia de que hay placer en el pecado es falsa. Como el hijo pródigo, quien “volvió en sí” después de su impulso de vivir perdidamente, podemos despertar y ver que el pecado nos priva de una vida verdaderamente satisfactoria.
“Así como una gota de agua es una con el océano, un rayo de luz uno con el sol, así Dios y el hombre, Padre e hijo, son uno en el ser”. Esta declaración de Ciencia y Salud (pág. 361) fue de una importancia vital para mí al contrarrestar las falsas creencias de aislamiento y envidia que surgieron al pensar que me había perdido de algo. Comprendí que como somos la semejanza de Dios y somos uno con Él, yo no puedo realmente tener una identidad o ego separados de Él o estar aislado del bien. Dios es el único actor, y Sus acciones son totalmente buenas. El hombre es exclusivamente la expresión de Dios. Comprender nuestra inseparabilidad de Dios, el Amor, elimina los sentimientos de aislamiento, envidia y egotismo, y los sustituye con amor y abnegación.
Mi forma de pensar estaba cambiando dramáticamente. Veía a los demás, así como a mí mismo, cada vez más como la idea de Dios eternamente inocente, completa, satisfecha y amada. Me esforzaba por separar mentalmente el mal de todos los que veía y por darme cuenta de que es un error creer que el mal es parte inherente de la verdadera individualidad de alguien. El mal es ajeno a nuestra identidad verdadera, y con sinceridad y, a menudo, con persistencia, podemos eliminarlo de nuestras vidas; lo mismo que la suciedad, que es algo extraño a tu piel, se elimina al lavarte las manos.
Llegué a la conclusión de que a fin de que el hombre, la imagen y semejanza de Dios, sea un pecador, Dios tendría que conocer el pecado, pero Él no puede conocer el pecado porque es “muy limpio… de ojos para ver el mal” (Habacuc 1:13). Ciencia y Salud lo explica de esta manera: “El hombre verdadero no puede desviarse de la santidad, ni puede Dios, por medio de quien el hombre es desarrollado, engendrar la capacidad o libertad de pecar” (pág. 475).
La sensación de estar incompleto, insatisfecho y aislado desapareció, y me sentí profundamente completo y satisfecho, y con la convicción de mi unidad con Dios, el Amor. Después de años de estrés, estaba libre y en paz. Ya no sentía que me había perdido algo. Hice amistades muy valiosas. Y he experimentado una cercanía con los demás y un amor mucho más grande por ellos al verlos como las ideas santas de Dios, en lugar de como mortales pecaminosos. Vivir de esta forma también tiene un efecto alentador en los demás.
Por ser hijo de Dios, cada uno de nosotros es eternamente puro, santo, inocente, completo, satisfecho y amado. Así que podemos enfrentar con valentía cualquier tentación de ser atraídos por el pecado y negarnos a idealizarlo de alguna forma. Dios es nuestra única fuente verdadera. El hecho espiritual de que el pecado está excluido para siempre de nuestra verdadera identidad es algo que debe atesorarse y vivirse profundamente.