Al comienzo de mi carrera, trabajé en una pequeña fábrica en una ciudad mediana. En medio del invierno, mucha gente de la fábrica comenzó a hablar con excitación de la temporada de gripe y, como era predecible, esa enfermedad pareció manifestarse de manera agresiva.
Muchas personas se enfermaron de gripe, y aquellos que quedaron en la fábrica se preguntaban con mucho nerviosismo si ellos serían o no los próximos. Sin embargo, yo era el único Científico Cristiano de las instalaciones y tenía una respuesta muy diferente.
El Salmo noventa y uno nos dice: “No te sucederá mal alguno, ni plaga se acercará a tu morada”, siempre y cuando residas mentalmente en el “lugar secreto del Altísimo” (versículos 10, 1, KJV). De acuerdo con la Ciencia Divina del Cristo, la enfermedad no viene de Dios y, por lo tanto, no puede oponerse a Su poder; y nosotros, por ser Sus hijos, tenemos la capacidad que Dios nos dio de demostrar dominio sobre cualquier cosa desemejante a Él, quien es el bien.
Mientras oraba para abordar el contagio, me di cuenta de que mis oraciones no podían ser tan solo para mi propia protección; tenían que ser para la de todos. Aunque los demás no comprendieran que la Ciencia del Cristo es una ley de la salud, no tenían que sufrir.
Durante este período de tiempo, me venían al pensamiento repetidamente dos palabras, lo cual interpreté como un claro mensaje angelical de Dios: “Bendita seguridad”. Para mí, esto quería decir que yo podía obtener fortaleza y consuelo de la ley del bien, sabiendo que Dios es omnipresente, todopoderoso y tiene completo control sobre cada situación. Tuve la certeza de que no había poder que se opusiera a la omnipotencia del Amor divino. Las sugestiones de enfermedad y peligro que parecían atraer la atención de todos los demás, no necesitaban captar la mía. Dios, el bien, estaba allí mismo en la oficina.
Cada vez que alguien mencionaba la “plaga” que parecía volverse cada día más agresiva, yo silenciosa pero firmemente respondía para mí mismo con esas dos palabras, “bendita seguridad”. Al aferrarme con firmeza a esta idea, comencé a sentir palpablemente que estaba protegido, y oraba para saber que los demás también lo estaban.
Después de varias semanas de hacerlo, me asignaron para asistir a una reunión de ocho horas en una pequeña sala de conferencias, que duraría dos días. Uno de los otros asistentes parecía estar muy enfermo, y tosía muy fuerte y con frecuencia. Si bien la sugestión de contagio parecía ser muy marcada, me di cuenta de que debía enfrentarla, y no solo para mí, sino para todos los demás que estaban en la sala. Las dos palabras “bendita seguridad” continuaron siendo mi escudo mental, mientras oraba para ver la perfección e invulnerabilidad de todos como hijos de Dios.
El segundo día de la reunión, noté que la persona que había estado luchando tosía con mucha menos frecuencia. Según recuerdo, nadie más en la reunión se enfermó, y yo tampoco.
La lección que aprendí de esta experiencia —que el contagio en el lugar de trabajo, aunque capte la imaginación de todos los demás, no es una ley y no es invencible— se quedó conmigo. Como muchas lecciones que he aprendido en mi estudio de la Ciencia Cristiana, los efectos de esta han sido permanentes. A lo largo de mi carrera, no he perdido ni un solo día de trabajo por enfermedad.
William Whittenbury
Rancho Palos Verdes, California, EE.UU.