La primavera pasada, en el primer aniversario del incendio que casi destruyó la Catedral de Notre Dame en París, mis pensamientos regresaron a ese triste día. Al ver las llamas en la televisión, recordé un domingo por la mañana, 23 años antes, cuando me paré junto al altar de esa gran catedral y, junto con mi coro de ex alumnos de la universidad, canté la música para el servicio religioso. La emoción fue muy profunda.
Nuestros templos han llegado a tener significados tan diversos como las personas que entran en ellos. Para mí, aquella mañana en ese magnífico edificio, mientras cantábamos bajo esas elevadas columnas, sentí una relación muy particular con aquellos que habían estado allí antes que yo a través de los siglos. Seguramente muchos de ellos, como yo, habían llevado sus propias plegarias de alabanza a nuestro Padre celestial.
Al recordar ese día especial, también comencé a ver que las llamas no podían extinguir ese anhelo de alcanzar una comprensión más profunda de Dios y de cómo servirle mejor.
La definición de templo en el Glosario del libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, puede servir como un pasaporte a esta comprensión más profunda (véase pág. 595). Incluye el concepto familiar de templo como “una superestructura material, donde los mortales se congregan para adorar”. El simple acto de reunirse resuena con los anhelos básicos de la humanidad. Encontramos aliento al estar juntos, regocijándonos al compartir una experiencia que nos eleva y abre nuestro pensamiento a una perspectiva más elevada y espiritual.
No obstante, Jesús nos animó a pensar más allá de la noción de que nuestra adoración podría ser de alguna manera más eficaz si tan solo estuviéramos en un lugar determinado. Por ejemplo, dijo: “Créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Juan 4:21, 23).
La mujer con la que él estaba hablando bien pudo haberse preguntado cómo iba a ocurrir eso, una pregunta tan crítica en nuestra época como en la de ella. La definición de templo en Ciencia y Salud en realidad comienza con otros componentes —un sentido espiritual de este término bíblico— que nos ayudan a responder esta pregunta: “El cuerpo; la idea de la Vida, la sustancia y la inteligencia; la superestructura de la Verdad; el santuario del Amor; . . .”
Cada una de estas ideas puede ser una visa en nuestro pasaporte que ayuda a expandir nuestro pensamiento de maneras específicas en las que podemos adorar al Padre “en espíritu”.
Por ejemplo, ver nuestro cuerpo como un templo es reconocer que la forma en que pensamos al respecto y lo que hacemos con él son oportunidades de adorar a Dios. La Biblia está llena de guías sobre cómo hacerlo. San Pablo resume el objetivo final: “estar ausentes del cuerpo y habitar con el Señor” (2 Corintios 5:8, LBLA). Esto implica estar dispuestos a renunciar a un sentido estrictamente material de nosotros mismos a cambio de reconocer nuestra verdadera identidad espiritual como hijos de Dios.
A veces esto puede parecer difícil o imposible a medida que nos ocupamos de nuestra vida cotidiana. Pero siempre podemos recurrir a Dios en busca de guía sobre cómo dar pasos diarios en esa dirección. Tenemos la capacidad de darlos, por más humildes que sean, mediante la sabiduría y la fortaleza que Dios nos imparte constantemente. Y al hacerlo, adoramos a Dios, aumentamos nuestra comprensión espiritual y experimentamos de manera más tangible las bendiciones que esto trae, las cuales están muy por encima de cualquier cosa que un sentido limitado y material de la vida puede proporcionar.
No importa dónde estemos o lo que estemos haciendo, siempre tenemos la oportunidad de servir a Dios.
Del mismo modo, los otros componentes de la definición espiritual de templo brindan oportunidades específicas de profundizar nuestra adoración a Dios. Reconocer nuestro lugar de adoración en sus aspectos espirituales como “la idea de la Vida, la sustancia y la inteligencia; la superestructura de la Verdad; el santuario del Amor” nos faculta, como hijos de Dios, a expresar cualidades semejantes a Dios, tales como alegría, integridad y compasión. No importa dónde estemos o lo que estemos haciendo, siempre tenemos la oportunidad de servir a Dios de esta manera.
Al pensar en esto y orar para profundizar mi propia adoración a Dios, se me ocurrieron ideas inesperadas. Por ejemplo, me di cuenta de que escuchar las declaraciones de la verdad espiritual durante los servicios en mi Iglesia de Cristo, Científico, local —ya sea en los sermones, los himnos o las oraciones— brindaban muchas oportunidades para expresar gratitud a Dios por lo que estaba escuchando. A menudo, cuando se decía una oración, me sentía inspirado a declarar un silencioso “Gracias, Padre”.
Los servicios de inmediato cobraron nueva vida para mí. Me sentí más cerca de Dios al reconocer que estaba teniendo una conversación con el Divino: Dios alimentándome con ideas, y yo escuchando esas ideas y reconociendo su fuente, aceptándolas, poniéndolas en práctica. Y me convertí en un adorador más activo.
También encontré un resultado inesperado: las historias bíblicas adquirieron un nuevo poder para mí. Era como si ya no fueran meras representaciones de lo que sucedió hace siglos, sino que se convirtieron en acontecimientos en los que yo participaba y estaba incluido al percibir su pertinencia y resonancia en los tiempos actuales. Su significado espiritual conmovió mi corazón de maneras nuevas y convincentes, y elevó e inspiró mi adoración.
Por último, sentí un nuevo aprecio por los miembros de nuestra congregación. Llegué a comprender que las cualidades espirituales que cada uno aporta a los servicios —incluso si alguien viene y se va sin decir una palabra— elevan e inspiran esos servicios para todos los asistentes. Me encontré reconociendo estas cualidades, apreciándolas y agradeciendo a cada persona por asistir y hacer su contribución única a nuestra experiencia de adoración.
Con el paso del tiempo, me he animado a ver el progreso en la restauración de la catedral de Notre Dame. Así, también, podemos ser alentados por nuestro progreso espiritual que resulta del deseo genuino de adorar a Dios; en nuestros lugares de adoración, en nuestros hogares, en nuestra vida diaria, en nuestro corazón, en nuestras oraciones. Podemos estar agradecidos por cada paso que nos acerca más al ideal de adorar a Dios “en espíritu y en verdad” que Jesús señaló. Y podemos regocijarnos en nuestra unión con aquellos que, tanto en nuestros días como en tiempos pasados, se han esforzado por adorar al Padre y han sido bendecidos. De este modo todos aumentamos nuestra comprensión de la bondad y el amor de Dios por todos Sus hijos, y experimentamos la curación, redención y bendición que naturalmente resultan.
