La primavera pasada, en el primer aniversario del incendio que casi destruyó la Catedral de Notre Dame en París, mis pensamientos regresaron a ese triste día. Al ver las llamas en la televisión, recordé un domingo por la mañana, 23 años antes, cuando me paré junto al altar de esa gran catedral y, junto con mi coro de ex alumnos de la universidad, canté la música para el servicio religioso. La emoción fue muy profunda.
Nuestros templos han llegado a tener significados tan diversos como las personas que entran en ellos. Para mí, aquella mañana en ese magnífico edificio, mientras cantábamos bajo esas elevadas columnas, sentí una relación muy particular con aquellos que habían estado allí antes que yo a través de los siglos. Seguramente muchos de ellos, como yo, habían llevado sus propias plegarias de alabanza a nuestro Padre celestial.
Al recordar ese día especial, también comencé a ver que las llamas no podían extinguir ese anhelo de alcanzar una comprensión más profunda de Dios y de cómo servirle mejor.
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