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La inmunidad: un enfoque espiritual

Del número de junio de 2021 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Apareció primero el 18 de febrero de 2021 como original para la Web.


Durante el último año se ha debatido mucho respecto a la inmunidad, específicamente, cómo se puede lograr y mantener. Existen muchas teorías sobre cómo controlar el riesgo de infección y cómo incapacitar el virus al punto de que la sociedad pueda reanudar plenamente el funcionamiento normal, aunque no sin aceptar una “nueva normalidad” de salud y seguridad. Si bien los esfuerzos sinceros para resolver este problema de la enfermedad contagiosa son honorables, y tan a menudo motivados por el deseo genuino de ayudar al mundo, ¿existe una manera de encarar el problema que honre el poder de Dios, el bien, más que el llamado poder de la materia?

Las enseñanzas de la Ciencia Cristiana abordan el tema de la enfermedad desde un punto de vista radical y bíblico. El apóstol Juan escribe acerca de Dios: “Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1:3). El libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, lo profundiza: “El Espíritu, Dios, ha creado todo en Sí mismo y de Sí mismo. El Espíritu nunca creó la materia. No hay nada en el Espíritu de lo cual la materia pudiera ser hecha, pues, como la Biblia declara, sin el Logos, el Eón o el Verbo de Dios, ‘nada de lo que ha sido hecho, fue hecho’” (pág. 335). Y otra cita, también del libro de texto: “Dios es el Espíritu infinito y omnipresente. Si el Espíritu es todo y está en todas partes, ¿qué es y dónde está la materia?” (pág. 223).

Al razonar desde este punto de vista de la totalidad del Espíritu, encontramos que la materia, y por lo tanto la enfermedad, pierde su importancia. En realidad, la materia no tiene identidad ni carácter. No puede actuar, reaccionar o desarrollar metástasis; no tiene causa ni puede ser una causa. Es simplemente un término para describir aquello que es irreal y temporal, lo supuestamente opuesto al Espíritu. Lo que es espiritual —lo que es real, universal e indestructible— anula y prevalece sobre lo que es material, mundano y mortal.

Esta comprensión de lo que es verdadero llega hoy a la humanidad a través de la actividad del Cristo. Este mensaje de la Verdad, que Jesús nos presentó tan magistralmente en su misión sanadora, ilustra la unidad ininterrumpida del hombre con Dios, el Espíritu, y la original pureza, inocencia y exención de la enfermedad y la dolencia que pertenecen al hombre. La creencia de que la materia es real, sustancial y que lo abarca todo es completamente destruida por el Cristo, la idea espiritual de Dios que reconoce para siempre una sustancia y una realidad: la del Espíritu.

Aquí radica la autoridad de nuestra inmunidad espiritual y nuestro derecho divino a negar la realidad de la materia y rechazar la enfermedad y la dolencia. La negación de la materia, junto con el temor a sus pretensiones de dañarnos, es nuestro primer paso para destruir la enfermedad. La Sra. Eddy escribe: “Niega la existencia de la materia, y puedes destruir la creencia en condiciones materiales. Cuando desaparece el temor, el fundamento de la enfermedad se va” (Ciencia y Salud, pág. 368). Lo que aparece como enfermedad, sobre el cuerpo o en él, son solo las imágenes de la creencia falsa. Por lo tanto, ni los medicamentos ni las vacunas, sino la acción científica del Cristo, que opera mentalmente, son esenciales para corregir las falsas creencias de la enfermedad y la dolencia. El Cristo revela nuestra inmunidad innata ante la enfermedad y nuestro derecho divino a la salud.

La Ciencia Cristiana ofrece un enfoque radical a la cuestión de la inmunidad al reconocer y comprender que la salud es el efecto del Amor divino, omnipresente y por siempre en operación a nuestro favor. Si bien las especulaciones mundanas y las teorías médicas difunden la creencia en la realidad de la enfermedad, e implican que el hombre es un huésped de la enfermedad y un agente de infección y contagio, podemos apoyarnos en el hecho espiritual del conocimiento de que no hay nada en la creación del Amor divino que pueda dañarnos o herirnos, nada externo a Su creación que pueda debilitar nuestras defensas o amenazar nuestra salud. Solo son los susurros de duda y miedo del mundo los que, si se aceptan en el pensamiento, nos harían sentir vulnerables o en riesgo de contraer enfermedades.

Protegidos dentro del santuario o refugio seguro del Amor divino, podemos comprender y experimentar nuestro derecho natural a la inmunidad ante el temor, el fundamento de la enfermedad y la dolencia, y las engañosas provocaciones de los ciclos repetitivos o recaídas. La Biblia nos asegura: “El eterno Dios es tu refugio, y acá abajo los brazos eternos; Él echó de delante de ti al enemigo” (Deuteronomio 33:27). Las enseñanzas de la Ciencia Cristiana amplían esta promesa bíblica al explicar la eterna totalidad y autoridad del Amor como nuestra perspectiva desde la cual declarar nuestra exención de la enfermedad y la dolencia y la de todos, y así desafiar y destruir toda pretensión de enfermedad. En realidad, no hay ningún espectro de miedo, enfermedad, contagio o incurabilidad que pueda eclipsar y amenazar a los hijos de Dios. En cambio, como declara la Biblia: “Su estandarte [del Cristo] sobre mí es el amor” (Cantares 2:4, LBLA). Sólo la presencia circundante del Amor divino tiene poder y actúa, nos cuida y bendice.

Puesto que nuestra verdadera individualidad es un reflejo de este Amor divino indestructible, la inmunidad no es algo fuera de nuestra identidad determinada por Dios que necesita ser adquirida o mejorada; más bien, emana de Dios, el Espíritu, como la tela y la estructura sin costuras, omnipresentes e indestructibles de nuestro ser. Solo podemos expresar lo que nos llega de Dios, y esto incluye la pureza y el poder de estar totalmente exentos de enfermedad, evidenciado como la protección y el derecho a vivir libres de todo elemento de impureza o contaminación. La aserción de Dios al profeta Jeremías suena verdadera para nosotros actualmente: “He aquí, yo te he puesto hoy como ciudad fortificada, ... Pelearán contra ti, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo —declara el Señor— para librarte” (Jeremías 1:18, 19, LBLA).

Esta armadura espiritual no permite ninguna vulnerabilidad a la enfermedad, ninguna debilidad, ningún “talón de Aquiles” a través del cual nuestra defensa contra la enfermedad y la dolencia pueda ser comprometida o penetrada. Por lo tanto, nuestra inmunidad está intacta y es indestructible, y nos exime totalmente del daño. En consecuencia, podemos permanecer impertérritos ante la sugestión de la enfermedad o el contagio, por más agresiva o persistente que sea, sabiendo que su denominador común es la nada frente a la totalidad de Dios, el Amor divino. En Ciencia y Salud, la Sra. Eddy nos asegura: “La enfermedad no es una inteligencia capaz de disputar el imperio de la Mente o destronar la Mente y tomar el gobierno en sus propias manos” (pág. 378). 

Estas verdades fueron de vital importancia para mí cuando viajé a otro país. Durante mi visita, de repente apareció un brote de gripe porcina. Inmediatamente desafié los pensamientos temerosos, que sugerían la existencia de algo fuera de la creación de Dios que podía atacarme o infectarme a mí o a cualquiera. Declaré mi unidad inquebrantable con Dios, la cual no incluye vulnerabilidad ni inclinación a la enfermedad u otra influencia dañina.

Recordé este pasaje de Ciencia y Salud: “Lloramos porque otros lloran, bostezamos porque ellos bostezan, y tenemos viruela porque otros la tienen; pero la mente mortal, no la materia, contiene y es portadora de la infección” (pág. 153). Insistí en que la materia o la mente mortal no podía presentar nada que me hiciera temer, o me obligara a rendirme a la enfermedad.

El Salmo noventa y uno fue de incalculable valor para mí; comienza así: “El que habita al abrigo del Altísimo morará a la sombra del Omnipotente. Diré yo al Señor: Refugio mío y fortaleza mía, mi Dios, en quien confío” (versículos 1, 2, LBLA). Declaré mi derecho soberano a rechazar la pretensión de enfermedad y contagio y a luchar sólo por lo que es espiritualmente cierto acerca del hombre de Dios (la identidad real de cada individuo), que siempre incluye una salud perfecta. Y durante todo mi viaje, estuve libre de enfermedades.

Sin embargo, cuando iba en un taxi al aeropuerto de regreso a casa, noté una cartelera con advertencias explícitas sobre la gripe porcina. Entonces, en medio de mi viaje, de pronto comencé a sentirme bastante mal. Inmediatamente recurrí a Dios en oración, afirmando que sólo el poder de Dios, Su bondad, podía influirme y que en ese mismo momento me protegía a mí y a todos. Afirmé que el hijo de Dios nunca puede ser víctima de ninguna influencia dañina, ni una mentira de enfermedad puede invadir mi consciencia o controlar mi cuerpo.

Aunque no experimenté ninguna mejoría inmediata durante mi vuelo de seis horas a casa, sentí de manera tangible una sensación de paz y dominio al reconocer el hecho de que la inmunidad es una fuerza para el bien, todopoderosa y omnipresente. No podía haber interrupción de la realidad espiritual del amor y cuidado de Dios por todos. 

Era ya pasada la medianoche cuando aterricé en mi destino, y para entonces ya no había transporte público. Sin embargo, había un taxi solitario esperando pasaje, y ¡yo era el único que necesitaba un taxi! En 15 minutos estaba en casa y en la cama. Por la mañana, todos los síntomas de la enfermedad habían desaparecido, y nunca regresaron. 

La Sra. Eddy escribe: “Qué bendición es pensar que estáis ‘bajo sombra de gran peñasco en tierra calurosa’, a salvo en Su poder, edificando sobre Sus cimientos, y protegidos contra el devorador mediante la protección y el afecto divinos. Recordad siempre que Su presencia, poder y paz responden a toda necesidad humana y reflejan toda bienaventuranza” (Escritos Misceláneos 1883–1896, pág. 263).

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