Al escribir este artículo, las empresas en los Estados Unidos han comenzado a abrir sus puertas en diferentes etapas, no obstante, persiste la preocupación respecto a la salud de los empleadores, empleados y clientes conforme a la situación actual de la pandemia del COVID-19.
Han transcurrido meses desde la última vez que visité un negocio de la zona que me encanta. Ese día, un sábado, normalmente hubiera estado muy concurrido, pero no fue de ninguna manera usual. Esta popular tienda de antigüedades en mi vecindario suburbano estaba casi vacía cuando la fui a visitar. Con la esperanza de que tal vez se debiera a que todo el mundo estaba afuera aprovechando el clima cálido y soleado, se lo comenté a la dueña de la tienda mientras charlábamos.
Pero ella pensaba algo diferente. “Creo que es el coronavirus”, dijo. Luego, con una mirada llena de determinación, agregó: “Pero no permitimos que eso entre aquí”.
Esto fue un par de semanas antes de que pidieran a todos los negocios “no esenciales” que cerraran sus puertas por un período indeterminado, lo que ella hizo de buena gana, en apoyo a todos en la comunidad. Sin embargo, su respuesta aquel día indicó una admirable posición mental contra la perturbación económica y social que el mundo entero ha estado experimentando como resultado de la pandemia. Fue la determinación de “No tienes nada que hacer aquí y no me vas a atemorizar ni a quitarme mi alegría”, la que afirmó: “Ni ahora, ni nunca”.
Cuando la adversidad golpea, es natural sentir que es injusto que suceda y tratar de resistirse a ella, incluso si es una situación aparentemente fuera de nuestro control. De hecho, nadie rechazó más fuertemente la injusticia que Cristo Jesús, a quien los cristianos consideran el benefactor y sanador más grandioso de todos los tiempos. No lo hizo porque tuviera una reserva extraordinaria de fuerza de voluntad o valentía, sino porque confiaba plenamente en su amoroso y todopoderoso Padre, Dios, para sanar y salvar a la humanidad de la enfermedad y el sufrimiento. Les dijo a sus discípulos: “Todas las cosas son posibles para Dios”. Aunque Jesús tenía compasión por aquellos que estaban a la deriva, “como ovejas que no tenían pastor” (Marcos 6:34), o se sentían vencidos por el miedo o la enfermedad, como un leproso con quien se encontró (véase Marcos 1:41), ninguna imagen o relato de sufrimiento podía apartar a Jesús de su fe sólida como una roca en la bondad y el poder sanador de Dios.
Cuando sanó al hijo de un noble que se estaba muriendo de fiebre (véase Juan 4:46–53), en cierto sentido Jesús estaba diciendo acerca de la enfermedad: “¡No permitimos eso aquí! Nuestro Dios amoroso no es la causa de la enfermedad ni tampoco la envía. Al no tener causa alguna, un germen o un virus, o todo lo que sea dañino, no puede destruir la vida, porque Dios es la Vida, y nos da vida. La Vida es eterna, y cualquiera puede aprender a probar esto”.
A las pocas horas de estar de portera y negarle la entrada a todo pensamiento que no fuera de Dios, el bien, los síntomas de gripe desaparecieron.
Y cuando Jesús vio a miles de personas que necesitaban alimento, su consciencia de la infinita provisión de Dios multiplicó un puñado de panes y peces lo suficiente como para alimentarlos a todos (véase Mateo 14:14–21). En lugar de alarmarse por la evidencia aparentemente irrefutable de la perturbación —ya fuera escasez de alimentos, enfermedad, muerte, infortunio económico o clima severo—, su pensamiento solo era conmovido por la presencia de Dios y la armonía y perfección de Su creación. Y esta consciencia espiritual sanaba en todos los casos.
La intuitiva sensación de que tenemos el derecho, y lo que es más importante, la capacidad, de vencer el temor, la desesperación y la enfermedad —que, de hecho, podemos negarle la entrada a nuestro pensamiento y, por lo tanto, a nuestra experiencia— proviene de la Mente divina única, o Dios. Es una indicación de que reflejamos esta Mente divina, así como la consciencia del Amor divino que destruye el temor y la ilusión de la enfermedad.
El conocimiento de que tenemos este dominio espiritual ha sido muy útil para mí cuando he enfrentado desafíos físicos o de otro tipo. Por ejemplo, una mañana en el trabajo, hace ya unos años, empecé a manifestar todos los síntomas bien conocidos de la gripe y rápidamente empecé a recorrer mentalmente la lista de actividades que tal vez tendría que cancelar; entre ellas, las clases de la tarde que debía enseñar. Muy rápidamente se me ocurrió que podía ponerme firme y no permitir que la sugestión de que me estaba enfermando tuviera lugar en mi pensamiento. “Sé el portero a la puerta del pensamiento”, recordé haber leído en el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy. El pasaje continúa: “Admitiendo sólo las conclusiones que deseas que se realicen en resultados corporales, te controlarás armoniosamente a ti mismo. Cuando esté presente la condición que tú dices induce la enfermedad, ya sea aire, ejercicio, herencia, contagio o accidente, desempeña entonces tu oficio de portero y deja afuera estos pensamientos y temores malsanos. Excluye de la mente mortal los errores nocivos; entonces el cuerpo no puede sufrir a causa de ellos” (pág. 392).
Una definición de portero en el diccionario es la siguiente: “una persona situada en una puerta o entrada para admitir o ayudar a los que entran” (merriam-webster.com). Siempre me ha gustado la idea de que puedo ser portera a la puerta de mi pensamiento y ejercer dominio espiritual sobre la enfermedad de esta manera, en lugar de vivir con temor a ella o sentirme sometida por ella.
A las pocas horas de estar de portera y negarle la entrada a todo pensamiento que no fuera de Dios, el bien, los síntomas de gripe desaparecieron, y quedé muy agradecida de poder continuar mi horario normal en el trabajo. Si bien he tenido muchas otras curaciones físicas de lo que se consideraría dolencias más graves, incluso una enfermedad infecciosa de la piel, recuerdo muy claramente esta curación en particular porque los síntomas se disiparon y recuperé la salud muy rápidamente.
Hoy, mientras oramos para que nuestras comunidades vayan reabriéndose con seguridad, recuerdo una placa que tengo sobre mi cómoda con este mensaje: “Amados Científicos Cristianos: Mantened la mente tan llena de Verdad y Amor que el pecado, la enfermedad y la muerte no puedan entrar en ella. Es evidente que nada se puede añadir a la mente que ya está colmada. No hay puerta por la cual pueda entrar el mal, ni espacio que el mal pueda ocupar en una mente plena de bondad. Los buenos pensamientos son una armadura impenetrable; revestidos con ellos estáis completamente protegidos contra los ataques de toda clase de error. Y no sólo vosotros estáis a salvo, sino que todos aquellos en quienes reposan vuestros pensamientos también son por ello beneficiados” (Mary Baker Eddy, La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, pág. 210).
La Sra. Eddy escribió esas palabras hace más de un siglo. Esencialmente, ella estaba diciendo acerca de la enfermedad, “No permitimos que eso entre aquí”. Y a través de su descubrimiento de la Ciencia Cristiana, le mostró al mundo por qué y cómo hacerlo.
