Desde que era niña, siempre he querido solucionar problemas, mejorar las cosas y mantener a salvo a aquellos que son importantes para mí. Crecí en un hogar de la Ciencia Cristiana, donde me enseñaron desde el principio que cuando las cosas salían mal, siempre podía recurrir a Dios y orar en busca de ayuda. Y sentí el consuelo y la curación que vienen al confiar en Él. Pero muchas veces pensaba: “¡Genial! Puedo usar a Dios para ayudarme a arreglar las cosas”.
El problema era que por mucho que quisiera mejorar las cosas, honestamente veía que los problemas eran más grandes que Dios, y era muy necesario que yo arreglara las cosas personalmente. A medida que crecía, descubrí que si bien tenía cierto éxito en ver la bondad y la supremacía de Dios, mis esfuerzos por “usar” a Dios para ayudarme a solucionar problemas no estaban funcionando tan bien.
Después de muchos y humildes momentos de oración y mis exhaustivos e inútiles intentos de usar la gimnasia mental para arreglar las cosas, me di cuenta de que me aferraba a varias percepciones erróneas, y finalmente llegué a las siguientes conclusiones.
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