Cuando era una joven adolescente, tenía muchas preguntas sobre mi identidad. Una noche tuve una crisis. No pude dormir, y temprano a la mañana siguiente me pregunté: “¿Quién soy yo?”.
Enseguida recibí una respuesta. En un momento de reconocimiento vislumbré mi perfección espiritual. Algo me dijo: “Esta perfección es quien tú eres”. Y vi que la perfección incluía las cualidades de pureza, belleza, bondad, armonía, amor, alegría, inocencia, salud, libertad y santidad. Desperté a esta realidad espiritual —a un claro sentido de mi verdadera identidad— y me trajo un gran gozo y consuelo.
En ese entonces aún no conocía la Ciencia Cristiana, pero varios meses después, una amiga me llevó a un servicio dominical en una iglesia de la Ciencia Cristiana. Llegamos temprano, y durante el preludio comencé a sentir paz. Me sentí renovada, llena del Espíritu, y todo sentido de sufrimiento y recuerdos de experiencias desagradables desaparecieron.
Me vino el deseo de estar siempre llena de ese espíritu de Dios. Sabía que Dios, el Amor divino, me había traído a esta iglesia, donde comencé a aprender más acerca de la verdad del ser y mi existencia espiritual y eterna como hija de Dios. Mary Baker Eddy, quien descubrió la Ciencia Cristiana, escribió: “Correctamente comprendido, en lugar de poseer una forma material y sensible, el hombre tiene un cuerpo insensible; y Dios, el Alma del hombre y de toda la existencia, siendo perpetuo en Su propia individualidad, armonía e inmortalidad, imparte y perpetúa estas cualidades en el hombre, por medio de la Mente, no de la materia” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 280).
Después de asistir a ese primer servicio religioso, comencé a estudiar las Lecciones Bíblicas semanales del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana. Pronto sentí que Dios me estaba llamando para ser obrera de Su mies. Con el tiempo me hice miembro de La Iglesia Madre y de Primera Iglesia de Cristo, Científico, en México D.F., y tomé Instrucción de Clase Primaria con una maestra de la Ciencia Cristiana.
En una de mis primeras reuniones de asociación con mi maestra, comencé a comprender más ampliamente la naturaleza de Dios y nuestra relación con Él. Comprendí que el Alma es Dios y que la verdadera identidad del hombre es la manifestación inmediata o reflejo del Alma, y que esta relación entre el Alma y el hombre es indestructible, inmutable y eterna. Es imposible que haya alguna separación entre Dios y Su idea.
También me di cuenta de que el hombre incluye todas las cualidades de Dios, porque es Su reflejo. El estudio y la práctica de la Ciencia Cristiana, así como las maravillosas curaciones que mis hijos y yo tuvimos a través de la gracia de Dios, me han ayudado a comprender y desarrollar esta consciencia de mi relación inquebrantable con Dios, el Alma.
Comencé a practicar lo que iba comprendiendo de esta nueva religión para mí misma y mi familia. Después de que nacieran mis hijos, criar una familia planteaba muchos retos. Tuve la necesidad de estudiar esta Ciencia más a fondo y demostrarla más constantemente. En una ocasión estaba alimentando a mi hijo de cuatro meses y comenzó a ahogarse por la comida. Dejó de respirar y su piel se tornó azul. Yo tenía entrenamiento médico y de inmediato le apliqué la reanimación cardiopulmonar, pero él no respondía. Recurrí a Dios en oración. La reconfortante respuesta “Confía en Mí, déjalo en Mis manos. Quédate quieta, no tengas miedo,” me consoló.
A medida que mi pensamiento se tranquilizó y obedecí esta indicación de realmente confiar en Dios, el pánico desapareció y en unos instantes mi hijo comenzó a respirar nuevamente. Abrió sus ojos y se veía feliz. Supe que todo estaba bien. Esta experiencia ocurrió hace muchos años, y mi hijo nunca sufrió de ninguna consecuencia. Me demostró el poder de Dios: la continua y constante operación del Principio divino y sus infalibles leyes espirituales, que sostienen al hombre.
En los meses siguientes la gente me pedía con frecuencia que orara por ellos, pero yo siempre los mandaba a los practicistas de la Ciencia Cristiana que yo sabía estaban dedicados tiempo completo a la práctica pública de curación de esta Ciencia. Aunque mi maestra de la Ciencia Cristiana siempre animaba a sus estudiantes a fomentar su propia práctica pública en sus corazones, yo me resistía a tomar casos. No me sentía lista.
Entonces, un día, fui con mi esposo y mis hijos a las montañas, donde visitamos a unos amigos de él. Uno de ellos estaba muy preocupado por un miembro de la familia cercano, y me pidió que orara por ella. Le conté a su amiga que había gente en nuestra Iglesia (practicistas de la Ciencia Cristiana) que se dedicaban tiempo completo a sanar mediante la oración, y que le daría el número de un practicista que podía ayudarla.
Pero la mujer persistió en pedirme ayuda a mí, y Dios me estaba diciendo que lo hiciera. No obstante, yo dudaba de mi capacidad. Le dije a Dios: “Yo no sé cómo hacerlo. Tú me vas a decir lo que debo hacer”. Cuando cedí al mandato de Dios de dejar a un lado la duda en mí misma y amar a mi prójimo, las ideas sanadoras fluyeron, incluso qué decirle a esta mujer y a su esposo que fuera más útil. Más tarde me enteré por ella que las vislumbres espirituales que compartí con ellos les dio una sensación de paz acerca del miembro de la familia cuyas circunstancias los tenía tan preocupados.
Así fue como Dios me mostró que yo soy Su sierva, Su testigo, una transparencia para la Verdad y el Amor divinos, y como tal podía responder con todo éxito al pedido de ayuda de la humanidad, y ser testigo del poder y la totalidad de Dios.
Confiando en esto y guiada por Dios, di los pasos necesarios para anunciarme en el Journal como practicista de la Ciencia Cristiana, y en los años desde entonces, he visto muchas curaciones en la Ciencia Cristiana y sentido el apoyo y la influencia de Dios en la práctica sanadora.
María Luisa Jandete
Tecámac, Mexico