La compasión nos conmueve de muchas maneras diferentes, tal vez especialmente durante la temporada de las fiestas. Las personas se ofrecen como voluntarias en bancos de alimentos, donan juguetes, sirven comidas en refugios o llevan a cabo otros actos de benevolencia anónimos. Los actos de bondad bendicen al dador y al receptor y abren la puerta a la posibilidad de verse unos a otros como dice la Biblia que Cristo Jesús veía a las personas: completas.
Más que todo, un corazón compasivo anhela sanar los males de los demás. El Evangelio de Marcos describe cómo Jesús respondió con compasión cuando se le acercó un hombre que sufría de lepra. El hombre dijo: “Si quieres, puedes limpiarme”. Luego, el relato nos dice: “Jesús, teniendo misericordia de él, extendió la mano y le tocó, y le dijo: Quiero, sé limpio” (1:40, 41).
Es justo preguntar: “¿Llega mi compasión lo suficientemente lejos como para sanar?”. La compasión que depende de los altibajos de la bondad personal no es apta para esta tarea. No obstante, la Biblia nos ayuda a sentir la compasión que conmovió a Jesús, al conectarla con el Amor divino, la fuente del amor que nunca se agota. El profeta Isaías dice que el amor compasivo de Dios es aún más constante que el amor de una madre por su precioso bebé: “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti” (Isaías 49:15). Nadie está fuera de la conciencia amorosa que Dios, la Mente infinita, tiene de su propia descendencia. Esta imagen afectuosa nos habla de la unidad de Dios, nuestro Padre-Madre, y Su hijo, nuestra verdadera individualidad espiritual.
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