¿Está mi ejercicio arraigado en Adán o en el Cristo? Esta fue una pregunta que me hice cuando me lesioné la espalda a fines del año pasado. Me he apoyado en la Ciencia Cristiana por más de veinte años, pero no fue sino hasta que fui marginada con esta lesión que me vi obligada a examinar mis motivos para hacer ejercicio y actividades atléticas.
El mundo cree con firmeza que el ejercicio es necesario para la salud, la fortaleza, la resistencia y la belleza, y que los logros atléticos son deseables por la autoestima que pueden brindar. No obstante, esto se basa en un concepto de identidad encajonado en la materia, basado en la carne y compuesto de músculos, tendones, nervios, órganos, etc. Se remonta a la segunda historia de la creación en la Biblia (la historia de Adán y Eva) y la falsa creencia que promueve que Dios “formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida” (Génesis 2:7), en otras palabras, que Dios puso vida en la materia.
El primer capítulo del Génesis, por otro lado, registra que el hombre (cada uno de nosotros) fue creado a imagen y semejanza del Espíritu, Dios. Este concepto espiritual e iluminado, más tarde identificado con el Cristo —la idea divina de Dios— indica que nuestra verdadera sustancia no tiene ni un solo elemento material.
Luché con estos conflictivos conceptos mientras oraba para sanar con la ayuda de un practicista de la Ciencia Cristiana. Incapaz de participar en ninguno de los deportes que me encantan —ciclismo, trotar, montar a caballo, senderismo, etc.— o incluso caminar sin ayuda, dediqué la mayor parte de mi día al estudio de la Biblia y el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy. Durante un período de varios meses, me di cuenta de que mis motivos para hacer ejercicio y los logros deportivos pasados estaban arraigados en el sueño de Adán de vida en la materia y en la glorificación personal. Aparentemente me había imaginado a mí misma como la creadora de todas las habilidades que había demostrado en los diversos deportes en los que había competido.
Ahora sabía que tenía que reemplazar esos motivos y creencias falsas materialistas a las que me había aferrado durante tanto tiempo, con lo que Dios, el Espíritu, sabe que es verdad acerca de mí como Su reflejo o expresión puramente espiritual. La creencia de que la belleza, la aptitud física, la salud y los elogios que me había ganado eran de alguna manera gracias a mí, necesitaba ser eliminada por el Cristo, la Verdad, y debía dar gloria adecuada a Dios en lugar de a mí misma.
Al orar para librar mi pensamiento de las creencias falsas respecto al ejercicio y la fuente de mi fuerza y habilidad, me apoyé en este versículo bíblico de Primera de Pedro: “Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que Él os exalte a su debido tiempo” (5:6, LBLA).
Estaba despertando al hecho de que las cualidades que expresaba mientras hacía ejercicio no necesitaban cultivarse, sino que eran las cualidades espirituales de Dios —precisión, fortaleza, coordinación, resistencia, etc.— que reflejo. La glorificación propia que había adjuntado a mis elogios deportivos fue reemplazada por una mayor percepción de los dones con los que mi querido Padre-Madre Dios me había dotado. Cualidades como la salud y la fortaleza son espirituales e inherentes a todos nosotros, no el resultado del ejercicio físico.
Ahora sabía que tenía que reemplazar esos motivos materialistas y creencias falsas a las que me había aferrado durante tanto tiempo con lo que Dios, el Espíritu, sabe que es verdad acerca de mí como Su reflejo.
La declaración en Ciencia y Salud de que “el atractivo y la gracia son independientes de la materia” (pág. 247) trajo aún más claridad a esta idea. Fue un alivio saber que la belleza, el estado físico, la resistencia y la salud eran inherentes a mí como expresión de Dios incluso antes de emprender cualquiera de las actividades de ejercicio que disfrutaba. Con esta conciencia, sentí cuánto me amaba Dios. Estaba creciendo a través de la gracia y la humildad, y estas cualidades se convirtieron en peldaños para mi curación de esta lesión.
Poco a poco, gané mayor libertad y pude caminar sin ayuda. Continué esforzándome por el crecimiento espiritual, amando todo lo que estaba aprendiendo sobre mí misma como Dios me había creado. Fue una travesía alegre mientras me esforzaba por corregir mi pensamiento con respecto a mi pasado y futuro. Las verdades que estaba captando durante esta curación eran más grandes que cualquier galardón que hubiera ganado o que alguna vez ganaría. Esto puso de relieve el verdadero Ego y la Mente, Dios, la Mente única.
Este trabajo de separar la cizaña (las creencias falsas) del trigo (la verdad del ser) en mi consciencia (véase Mateo 13:24-30) me ha hecho mantenerme alerta a mis motivos cuando hago ejercicio. Esos motivos deben estar arraigados en el Cristo, la verdadera idea de Dios, el Espíritu, en lugar de en Adán, la creencia de vida, belleza, aptitud, etc., en la materia.
He vuelto a participar en todas las actividades que disfruto, pero ahora es con una comprensión de lo que es el verdadero ejercicio: la oportunidad de expresar cualidades divinas y ejercer dominio sobre cada modo mundano de pensar. Ahora me esfuerzo por tener ambos pies firmemente plantados en el Cristo en lugar de uno en Adán y uno en el Cristo. Como dice la Biblia, “El hombre de doble ánimo es inconstante en todos sus caminos” (Santiago 1:8).
Alinear el pensamiento con el Espíritu y el motivo de magnificar a Dios, y dejar de lado el yo a favor de nuestra verdadera identidad en el Alma, son siempre los objetivos más valiosos y liberadores. Ciencia y Salud dice: “La receta para la belleza es tener menos ilusión y más Alma, retirarse de la creencia de dolor o placer en el cuerpo a la inmutable calma y gloriosa libertad de la armonía espiritual” (págs. 247-248).
Nuestro verdadero propósito en la vida es glorificar a Dios en todo lo que hacemos. La mayor alegría que cualquier ejercicio o esfuerzo puede traer viene cuando le damos a Dios las riendas y reconocemos conscientemente que ya incluimos toda la belleza, la fortaleza, el valor y la salud que podríamos desear, porque somos para siempre el reflejo de Dios.