Hay una curación registrada en el octavo capítulo del Evangelio de Juan. Es un relato bien conocido que a menudo se considera como una lección para no juzgar o condenar a otros o una curación del pecado. Una mujer había sido condenada por adulterio, y los escribas y fariseos estaban buscando una oportunidad para acusar a Jesús de no enseñar y predicar de acuerdo con la ley rabínica. Fue un ataque a la base misma de su misión sanadora.
Aunque es poco probable que la mayoría de nosotros nos enfrentemos a una situación como esta, puede haber habido momentos en los que nos hemos encontrado cara a cara con el temor a la enfermedad o la acción dañina de otro, o nos hemos sentido en el lugar del acusado. Podemos sentirnos condenados por un error que hemos cometido, o sentirnos culpables por lo que no hemos hecho, y creer que no merecemos sanar. Es tentador buscar la razón del problema. Pero Jesús no hizo eso. No cuestionó a la mujer sobre su triste historia, los porqués y las razones de su situación. Tampoco preguntó más a los escribas y fariseos acerca de esta mujer. Su dominio y sereno aplomo lo mantuvieron a salvo, los mantuvo a ambos a salvo, los mantuvo a todos a salvo.
Jesús sabía quién era. Él sabía que su unidad con su Padre era la fuente de cada uno de sus pensamientos y acciones. El hecho espiritual de la inseparabilidad de Dios y el hombre (todos los hijos e hijas de Dios) también significa nuestra completa separación de todo lo que no se origina en un Dios del todo amoroso. Y cualquier cosa que no tenga causa divina no tiene derecho a existir o incluso presentarse para ser considerada. Sabiendo esto, Jesús podía ver la creación pura y perfecta de Dios más claramente que nadie, allí mismo donde aparecían situaciones discordantes.
Mary Baker Eddy escribe: “Buscar o emplear otros medios que no sean los que empleó el Maestro para demostrar científicamente la Vida, es perder el inapreciable conocimiento de su Principio y práctica. Él dijo: ‘Buscad primeramente el reino de Dios y Su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas’. Alcanzad un cristianismo puro; pues éste es esencial para sanar al enfermo” (Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 270).
El relato continúa diciendo que Jesús se agachó y escribió en el suelo. Aunque la Biblia no nos dice lo que estaba pensando u orando en ese momento, cuando finalmente habló a los acusadores, su respuesta fue una declaración que ha resonado a lo largo de los siglos: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (Juan 8:7). La misma tuvo un efecto inmediato y tal vez transformador en quienes acusaban a la mujer, como lo ha tenido para muchos desde entonces.
Jesús no esperó una respuesta, sino que inmediatamente volvió a escribir en el suelo. Y uno por uno, los acusadores abandonaron la escena. Uno por uno, la evidencia del odio, la justicia propia y el pecado tuvieron que retroceder porque no tenían vigencia ante la presencia de lo que Jesús sabía que era verdad, ante la presencia y el poder del Cristo.
Cuando un error es arrastrado frente a nosotros y nos volvemos inmediatamente a Dios también podemos encontrar nuestra calma y dominio. Armados con el Cristo, la Verdad, somos capaces de ayudarnos a nosotros mismos y a los demás. Una por una, cada acusación contra el hijo perfecto de Dios, cada creencia de separación de Dios, cada sugestión de sufrimiento o condenación propia puede ser vista como la mentira que es, sin legitimidad alguna en el reino de Dios.
Cuando Jesús nuevamente se puso de pie después de orar por unos momentos, la versión King James de la Biblia nos dice que no vio a “nadie más que a la mujer” (versículo 10). ¿Podemos ver esto como una respuesta a la pregunta de lo que Jesús estaba pensando o sabiendo durante ese tiempo cuando, en efecto, se había separado de la escena? Conocía el hecho espiritual de la verdadera identidad de la mujer, y vio exactamente lo que había estado sabiendo: a “nadie más que a la mujer”. Jesús no solo sabía que ella era la hija perfecta e inocente de Dios, sino que también tenía que saber que ella lo sabía, y así podía decirle a la mujer: “Vete, y no peques más” (versículo 11).
Nosotros tampoco podemos ver a nadie más que al hijo perfecto y puro de Dios mientras permanecemos con el Cristo, la Verdad, nos separamos a nosotros mismos y a los demás de la escena material, y oramos más profundamente para comprender e insistir en la inseparabilidad de todos del Dios infinito, el bien. Y a través de esto sabemos que estamos obteniendo más de ese “cristianismo puro... esencial para sanar al enfermo”.
Barbara Fife,
Miembro de la Junta Directiva de la Ciencia Cristiana