El año pasado, cuando me enteré de la necesidad de personal en el departamento de carnes de un supermercado local, decidí solicitar el trabajo. Había logrado terminar la universidad trabajando en carnicerías, así que me sentí bien calificado y pronto me contrataron.
En mi primer día de trabajo, aprendí que solo el gerente y yo dirigiríamos la tienda. Las tareas incluían descargar los palés y llenar las cajas refrigeradas. La labor era físicamente exigente y no recibí ninguna instrucción. Aprendí principalmente de pruebas y errores, generalmente después de recibir desagradables reprimendas.
Pronto fue evidente que mi nuevo jefe tenía un temperamento volátil. Las discusiones estallaban con frecuencia. Algunos empleados se negaban a interactuar con él, y hubo momentos en que los clientes prometieron no volver jamás. Yo trataba de suavizar las cosas, pero no siempre lo lograba.
Un día, en el comedor de los empleados, durante un descanso, me preguntaron si me gustaba trabajar con mi gerente. El cuarto quedó en silencio, y todas las cabezas giraron en mi dirección para escuchar mi respuesta. Cuando mencioné algo positivo, la sala estalló en risas. Más tarde me enteré de que la gente estaba apostando sobre cuánto tiempo duraría yo en el trabajo.
De hecho, a menudo me sentía tentado a renunciar, pero sabía que la situación podía sanarse. Realmente quería servir a nuestra comunidad también, no solo para satisfacer una necesidad de empleo, sino para glorificar a Dios. Oré para ver a mi gerente como un hijo amado de Dios, tal como me identificaba a mí mismo, y prometí no ofenderme por los arrebatos de ira y acusaciones injustificadas.
En esos momentos, me fue muy útil un pasaje de Escritos Misceláneos 1883-1896, por Mary Baker Eddy: “¿Acaso no sabéis que aquel que expresa el amor más grande hacia otros, y espera en Dios, renueva sus fuerzas y es enaltecido? El Amor no se vanagloria; y Dios unge y designa al humilde y bondadoso para conducir las filas de la humanidad en la marcha triunfal fuera del desierto, fuera de la obscuridad hacia la luz” (pág. 130).
Desde esta perspectiva inspirada comencé a apreciar los talentos de mi gerente. No solo era concienzudo, llegaba temprano al trabajo y se iba tarde, sino que también era eficiente y hábil con docenas de pedidos especiales que fluían a nuestra tienda. Ciertamente, estas cualidades eran evidencia de su verdadero carácter espiritual.
Todos los días yo buscaba maneras de expresar más paciencia, amabilidad y alegría. A su vez, los clientes respondían con mucho aprecio. Durante un día particularmente ocupado cuando el gerente estaba fuera, surgió un problema con el pedido especial muy grande de un cliente. Yo no sabía cómo resolverlo, y el cliente se impacientó y se puso nervioso. Decidí alejarme de la conmoción para orar. Humildemente le pedí ayuda a Dios, y rápidamente me vino a la mente una solución para el problema. El cliente se fue satisfecho, y me alegré de haber respondido a la necesidad.
Cuando el gerente regresó al día siguiente, mencioné lo sucedido. Me dijo que este cliente tenía un restaurante y que yo había manejado su situación a la perfección.
Ese fue el punto decisivo en mi relación con el gerente. A partir de entonces, nuestras conversaciones fueron cordiales, y comencé a recibir comentarios constructivos en lugar de llenos de enojo respecto a mi trabajo. Ahora me miraba cuando me hablaba, y cuando me iba a casa al final del día, con frecuencia escuchaba: “¡Excelente trabajo!”.
Noté que su tono también era más suave hacia los demás. Y no mucho después, un cliente entró con un plato casero para nuestro gerente hecho con carne comprada esa semana.
Todo esto fue muy gratificante para mí, pero las bendiciones fueron aún mayores. En algún momento durante esta experiencia laboral, me di cuenta de que había podido arrodillarme en un piso de linóleo duro sin molestias, incluso durante un tiempo prolongado. Esto era algo que no había podido hacer sin dolor agudo durante más de una década.
Además, noté que mis pies eran de tamaño y forma normales. La hinchazón en uno de ellos debido a la picadura de una araña que me había atormentado desde que era muy joven había desaparecido por completo.
¡Cuán agradecido estoy por esta oportunidad de demostrar las verdades sanadoras de la Ciencia Cristiana!
Nombre omitido