Hace años, tuve una pelea con alguien muy querido que conozco de toda la vida. Hasta este punto, habíamos tenido mutuo entendimiento de muchas cosas, y en las ocasiones en que no estábamos de acuerdo, al menos teníamos respeto por las opiniones del otro y por lo que era importante para la otra persona.
Un día recibí un correo electrónico de su parte atacándonos —de la nada— tanto a mí como a algo de gran valor en mi vida. Obviamente había sido escrito en un momento de descontento y frustración. Me dirigía a una cita cuando recibí el mensaje, y casi me dejó sin aliento. Tuve que detenerme por un momento para recuperar el control porque estaba conmocionada. Nada como esto había sucedido antes. Finalmente pude llegar a mi cita, pero no lograba dejar de pensar en ello. Durante meses me sentí víctima, triste y resentida. Incluso podrías decir que dejé que el incidente se transformara en una obsesión.
Alrededor de esa época, se me desarrolló en el pie una condición de la piel que se convirtió en llagas abiertas, y comenzaron a expandirse. Me aseguraba de mantener siempre limpia el área y la vendaba cuando era necesario.
A través de mi estudio de la Ciencia Cristiana, he aprendido acerca de la naturaleza mental de la enfermedad. Mary Baker Eddy explica en el libro de texto de la Ciencia Cristiana: “La enfermedad siempre es inducida por un sentido falso mentalmente hospedado, no destruido. La enfermedad es una imagen exteriorizada del pensamiento” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 411). Esto no significa que todos los desafíos físicos sean el resultado de pensamientos pecaminosos, pero en este caso me quedó claro que la falsa mentalidad problemática que se había exteriorizado incluía irritación, resentimiento y el sentimiento de haber sido herida. En los meses siguientes oré para perdonar y dejar atrás el pasado. Estaba convencida de que esto traería curación.
Hubo días muy gratos en los que sentí la presencia de Dios, el Amor divino, y estuve libre de todo dolor y sentido de injusticia, y la piel se veía sana casi por completo. Pero no mucho después, pensamientos como “¿Puedes creer lo que dijo?” “¿Cómo se atrevió a decir eso?” y “¿Por qué no puede disculparse?” venían a raudales. Entonces la condición de la piel volvía a estallar, y sentía que estaba de vuelta donde había comenzado.
Un día, con profunda desesperación, recurrí a Dios para obtener una respuesta. De repente, me vino un pensamiento que sé que era de Dios: Nada de esto tuvo que ver con personalidades conflictivas. Esto no fue un ataque contra mí, personalmente, sino un ataque contra la verdad: la verdad de que cada uno de nosotros somos el reflejo de Dios y tenemos una individualidad espiritual, no una personalidad material. El odio y la frustración no forman parte de esta individualidad. Comprendí que ni esta persona ni yo podíamos ser utilizados como un medio para la sugestión de que somos cualquier cosa menos el reflejo de Dios, el bien, y podíamos ser una víctima o un victimario. Dicha sugestión no era otra cosa más que los tejes y manejes del magnetismo animal, la falsa creencia de que hay un poder aparte de Dios.
Había recibido renovada iluminación, y en ese momento con humildad y alegría pude perdonar y olvidar el asunto. Comprendí con gran claridad que los hijos de Dios son espirituales, perfectos y no ofenden. A partir de entonces, la piel sanó rápidamente sin dejar cicatrices. La falsa creencia de dolor no había dejado huella.
Poco después, tuve el valor de llamar a la otra persona y preguntarle si podíamos seguir adelante a partir de allí. Esto fue bien recibido, y hemos estado hablando con regularidad desde entonces; esto ocurrió hace seis años.
Cuando Cristo Jesús le dijo a Pedro que debemos perdonar “setenta veces siete” (Mateo 18:22), siento que estaba hablando de la importancia de purificar continuamente nuestros corazones para ser una transparencia para el Amor divino, Dios. Esta purificación incluye renunciar a la creencia de que nuestro perdón tiene que depender de si la otra persona ha cambiado a nuestro gusto o no.
El teólogo cristiano Lewis B. Smedes escribió una vez: “Perdonar es liberar a un prisionero y descubrir que el prisionero eras tú”. Cuando perdonamos sobre la base del amor inmutable de Dios que Jesús enseñó y vivió, ya no somos prisioneros del sufrimiento o la mala salud, porque una consciencia llena de Amor divino manifiesta armonía y perfección.
Nikki Paulk
Ponte Vedra Beach, Florida, EE.UU.