Fue un momento difícil en mi vida. Estaba orando profundamente acerca de mi anhelo de ser madre. Todos los días antes de las fiestas, leía la historia del Evangelio del nacimiento de Jesús, de la valentía de su madre María y de su confianza en Dios. Anhelaba esa misma humilde confianza. Quería aceptar el propósito de mi Padre-Madre Dios para mí y el puro deseo de ser madre, de amar más desinteresadamente, que Ella había puesto en mi corazón.
Una noche muy fría, salí de nuestra casa para ver el cielo salpicado de millones de estrellas. Pensé en cómo María, dos mil años antes, había aceptado su propio lugar en la narrativa histórica de la maternidad bajo las mismas constelaciones.
Su camino no había sido fácil. Estaba el mensaje del ángel Gabriel que no tenía ningún sentido humano (véase Lucas 1:30-32), había circunstancias aterradoras, un largo viaje, ningún lugar para dar a luz sino en un establo, y el rey Herodes y sus espías perseguían a su familia. Pero ella confiaba en Dios. Me pregunté: “¿Confías tú en la promesa de Dios? ¿Confías en que lo que Dios puso en tu corazón sobre la maternidad es en realidad la semilla de una nueva vida de amor y curación que crece en ti?”.
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