Fue un momento difícil en mi vida. Estaba orando profundamente acerca de mi anhelo de ser madre. Todos los días antes de las fiestas, leía la historia del Evangelio del nacimiento de Jesús, de la valentía de su madre María y de su confianza en Dios. Anhelaba esa misma humilde confianza. Quería aceptar el propósito de mi Padre-Madre Dios para mí y el puro deseo de ser madre, de amar más desinteresadamente, que Ella había puesto en mi corazón.
Una noche muy fría, salí de nuestra casa para ver el cielo salpicado de millones de estrellas. Pensé en cómo María, dos mil años antes, había aceptado su propio lugar en la narrativa histórica de la maternidad bajo las mismas constelaciones.
Su camino no había sido fácil. Estaba el mensaje del ángel Gabriel que no tenía ningún sentido humano (véase Lucas 1:30-32), había circunstancias aterradoras, un largo viaje, ningún lugar para dar a luz sino en un establo, y el rey Herodes y sus espías perseguían a su familia. Pero ella confiaba en Dios. Me pregunté: “¿Confías tú en la promesa de Dios? ¿Confías en que lo que Dios puso en tu corazón sobre la maternidad es en realidad la semilla de una nueva vida de amor y curación que crece en ti?”.
La promesa angelical que Gabriel había plantado en el corazón de María no podía ser silenciada ni negada.
Yo sabía que así era. Sentí el mensaje del Nuevo Testamento: “En la tierra paz, buena voluntad para con los hombres” (Lucas 2:14). Me senté sobre las agujas de pino cubiertas de escarcha y me apoyé en el tronco de un árbol. Miré las estrellas y oré por todas las madres, padres e hijos del mundo. Por los bebés en cunas, en el hogar o en unidades neonatales con sus padres, pasando la Navidad a su lado. Por las madres en refugios para personas sin hogar, que intentaban que sus hijos tuvieran la mejor Navidad, o para los padres refugiados que cuidaban de sus jóvenes familias en Nochebuena mientras buscaban seguridad frente al miedo y la pobreza en sus países de origen.
Durante todo el año anterior, había luchado con la angustia y la idea de que tal vez nunca me convertiría en madre. Sabía que Dios había puesto en mi corazón el deseo de criar y cuidar de los niños. Y me había aferrado a esa promesa, animada por la confianza de María en el alentador mensaje que el ángel Gabriel le había dado.
A lo largo de esa temporada, en la que profundicé la confianza en Dios, me di cuenta de que la maternidad no es condicional. No requiere de un bebé —o incluso de un niño mayor— para cuidar. No está validada por un certificado de nacimiento. No se puede vestir con ropa de bebé de moda. La maternidad no se expresa únicamente como un sustantivo; es también un verbo. Y nada, nada podía privarme de mi derecho a ser madre; es decir, a amar, criar y cuidar de un mundo lleno de hijos de Dios, todos anhelando conocer a su verdadero Padre-Madre Dios.
Así que, en lugar de centrarme en nuestra habitación del bebé vacía, oraba a diario para que cada niño fuera el amado de Dios y pudiera sentir la presencia del Amor divino que lo guiara hacia el tranquilo y santo reino interior donde la promesa del Cristo ya se ha cumplido: “He aquí, yo estoy con vosotros todos los días” (Mateo 28:20). Al igual que María, sabía que la promesa angelical que Gabriel había plantado en su corazón no podía ser silenciada o negada por las circunstancias humanas.
Este pasaje final de “El clamor de la época de Navidad”, de Mary Baker Eddy, se convirtió en mi compañero constante: “En distintas épocas la idea divina toma diferentes formas, según las necesidades de la humanidad. En esta época toma, más inteligentemente que nunca, la forma de la curación cristiana. Éste es el niño que hemos de atesorar. Éste es el niño que rodea con brazos amorosos el cuello de la omnipotencia, e invoca el infinito cuidado del amoroso corazón de Dios” (Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 370).
Vi que este era el bebé que podía amar con todo mi ser. Dejaría que este bebé de la curación cristiana fuera el hijo del deleite de mi corazón, día y noche. Me levantaría con él temprano por la mañana; me despertaría ansiosamente con él en la noche para escuchar y responder a los clamores de la humanidad; y me sentaría en silencio junto a este bebé y escucharía cada promesa de salud y plenitud que su inocencia y pureza exigirían de mi atento corazón. Vi la necesidad de curación de la humanidad en los rostros que pasaban por la calle; lo sentí en las noticias que leí; lo escuché con cada sirena que perforaba el silencio y en cada tormenta que rogaba el mandamiento de Cristo: “Calla, enmudece” (Marcos 4:39).
El bebé de la curación cristiana no podía ser arrebatado de mis brazos.
El bebé de la curación cristiana y mi función como sanadora —escuchar el mensaje del Cristo, apoyar a otros en oración y ser testigo de la perfección y plenitud que Dios les había dado— no podían ser arrebatados de mis brazos. Esto era lo que llenaba mi corazón de alegría todos los días mientras me deleitaba en la libertad y la victoria que provenían de la práctica de la Ciencia Cristiana. Y no estaba sola. Había muchas otras personas que también habían escuchado este llamado y estaban emprendiendo la obra de curación con humildad y confianza espiritual a semejanza del Cristo.
Hay mucho más en esta historia; pero para la Navidad siguiente, mi esposo y yo recibimos una llamada inesperada pidiéndonos que viajáramos al otro lado del mundo para adoptar una niña y, lo que es más importante, sentí el llamado a ser madre de un mundo más amplio de niños en mis oraciones todos los días. Esto ha continuado.
Desde entonces, he llegado a la conclusión de que todos nosotros —como madres, padres e hijos amados— necesitamos sentir la paternidad de nuestro Padre-Madre Dios más que nunca. La Navidad es una ocasión perfecta para comprender el significado del amor protector de Dios y cómo el Cristo marca el comienzo de este amor por el bebé de la curación cristiana en nuestros humildes corazones. Escucha. Dios revelará lo que esto significa para ti.
