“Inténtalo de nuevo”, me gritó mi instructor en seguridad acuática desde el costado de la piscina, tratando de sonar alentador.
Era el último día de mi primer año de universidad. Estaba pisando el agua en el pozo de buceo de la piscina del campus antes de intentar nuevamente recuperar dos ladrillos pesados —que estaban cual pedazos de plomo cuatro metros más abajo en el piso de la piscina— y traerlos hasta la superficie con suficiente energía como para gritar: “¡Tengo dos ladrillos!”. Para agregar otro elemento extra de dificultad, nuestro profesor nos dijo que no podíamos sumergirnos desde el lado de la piscina; teníamos que comenzar nuestra inmersión desde la superficie del agua. Esta prueba era una de la larga lista de requisitos que teníamos que cumplir para aprobar la clase.
Había tratado de poner toda mi energía para recuperar los ladrillos semanas antes. En cada ocasión, casi lo había logrado, pero había tenido que dejar caer los ladrillos justo antes de llegar a la superficie. Esta era mi última oportunidad.
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