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Original Web

Para jóvenes

Cuando mi propia fuerza no era suficiente

Del número de junio de 2024 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Apareció primero el 11 de septiembre de 2023 como original para la Web.


“Inténtalo de nuevo”, me gritó mi instructor en seguridad acuática desde el costado de la piscina, tratando de sonar alentador. 

Era el último día de mi primer año de universidad. Estaba pisando el agua en el pozo de buceo de la piscina del campus antes de intentar nuevamente recuperar dos ladrillos pesados —que estaban cual pedazos de plomo cuatro metros más abajo en el piso de la piscina— y traerlos hasta la superficie con suficiente energía como para gritar: “¡Tengo dos ladrillos!”. Para agregar otro elemento extra de dificultad, nuestro profesor nos dijo que no podíamos sumergirnos desde el lado de la piscina; teníamos que comenzar nuestra inmersión desde la superficie del agua. Esta prueba era una de la larga lista de requisitos que teníamos que cumplir para aprobar la clase.

Había tratado de poner toda mi energía para recuperar los ladrillos semanas antes. En cada ocasión, casi lo había logrado, pero había tenido que dejar caer los ladrillos justo antes de llegar a la superficie. Esta era mi última oportunidad. 

Si bien estaba en mi mejor forma por el intenso acondicionamiento físico al que nos habían sometido en la clase de actividades acuáticas, eso claramente no era suficiente. Sabía que solo había una respuesta. De hecho, sabía en mi corazón que frente a la limitación, siempre hay una sola respuesta. Tenía que abandonar la idea de que era un mortal, luchando, tal vez incluso propensa al fracaso, y verme desde una perspectiva completamente espiritual. En la Ciencia Cristiana había aprendido que esta perspectiva espiritual, basada en Dios, nos permite ver las cosas como realmente son y a nosotros mismos como realmente somos: capaces, fuertes e ilimitados.

Para obtener mi título universitario, había tenido que tomar clases de fisiología, kinesiología y anatomía, todas las cuales se basan en la creencia de que la materia es la base de la vida, que puede descomponerse, fatigarse, limitar nuestras capacidades. Al mismo tiempo, asistía a una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana cerca de mi campus y continuaba aprendiendo sobre mi identidad espiritual: que mi vida —y esto es cierto para todos— no se basa en una estructura física de músculos, sangre y huesos, sino que realmente se deriva de Dios, el Espíritu divino. Esta vida es la fuente inagotable de toda fuerza, resistencia y energía. Me di cuenta de que tenía que decidir qué visión de la existencia realmente creía que era real. 

Durante los años que asistí a la Escuela Dominical, aprendí lo que significaba orar, y había llegado a confiar en que Dios siempre responde nuestras oraciones. No solo había experimentado curaciones físicas en el pasado, sino que también había sido testigo de que otros en mi familia sanaban al apoyarse en Dios y comprender nuestro ser completamente espiritual. Así que fue natural para mí recurrir a estas ideas fundamentales al enfrentar esta prueba final. 

Mientras oraba, me quedó claro que ninguno de los ejercicios que había estado haciendo me iba a llevar más allá de ese último obstáculo. Mi éxito en la tarea de recuperar los ladrillos no dependía de la fuerza personal, sino de Dios, a quien la Biblia llama “la fortaleza de mi vida” (Salmos 27:1). También pensé en algo que Mary Baker Eddy escribió en un libro que complementa la Biblia, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Decir que la fuerza está en la materia es como decir que la energía está en la palanca. La noción de que haya alguna vida o inteligencia en la materia no tiene fundamento en realidad, y no puedes tener fe en la falsedad cuando has aprendido la verdadera naturaleza de la falsedad” (págs. 485-486).

Mi oración en los días previos a mi última oportunidad en la piscina fue crecer en esa dirección, es decir, abandonar el sentido de que la existencia es material y abrazar la realidad espiritual. 

Cuando llegó la mañana para recuperar esos ladrillos, me zambullí debajo de la superficie del agua, y con gratitud subí con ambos en mis manos. 

“¡Tengo dos ladrillos!”, le grité a mi profesor. Él sonrió mientras me decía: “Aprobaste”.

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