Mi esposo participó dos veces en una fuerza internacional de paz como miembro del ejército uruguayo. En una de ellas, estuvo más de un año en la Península de Sinaí, una región desértica en el noreste de Egipto en el límite con Israel y Gaza. En la otra, permaneció ocho meses en Camboya, donde formó parte de un contingente de las Naciones Unidas. En ambas ocasiones debió vivir en zonas altamente conflictivas y expuesto a peligros de todo tipo: desde enfermedades tropicales hasta las minas terrestres que atestaban esos lugares.
Muchas veces, cuando se encontraba en una situación urgente, solo tenía tiempo para recurrir a una oración muy breve: “Dios, ayúdame, porque no sé cómo enfrentar esta situación”. Había crecido asistiendo a la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, y siempre se apoyaba en lo que había aprendido sobre la guía y la protección de Dios al estudiar las Lecciones Bíblicas del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana.
En determinado momento, un pequeño grupo de hombres bajo su mando fue detenido por los habitantes de una aldea. Les quitaron las armas y permanecían confinados. Mi esposo entonces se comunicó con su superior para informarle de la situación y recibió la orden de organizar una fuerza para liberarlos. Por supuesto que un conflicto armado no parecía la mejor solución en un país al que habían ido a asegurar la paz; por lo tanto, oró y pidió a Dios que lo ayudara a resolver el problema. La respuesta no tardó en aparecer: recibió una comunicación para que dejara sin efecto la orden de preparar el rescate. Los hombres detenidos fueron liberados y volvieron a salvo a su Unidad, y la crisis que había amenazado con resultar en un desastre se resolvió gracias a la ayuda divina.
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