El 24 de diciembre de 1990, fui a hacerme un examen prenatal de rutina en una clínica adjunta a nuestro hospital de maternidad local. Dado el volumen de nacimientos en esa parte del mundo en aquel momento, ponían a las mujeres embarazadas en un “equipo” para la atención prenatal y entraban y salían de estos chequeos a la velocidad de la luz.
Yo estaba embarazada de ocho meses y medio, y el obstetra se preocupó cuando mencioné que parecía haber una constante disminución de la actividad fetal en los últimos meses. Como este era mi primer hijo, pensé que esto era normal a medida que se acercaba la fecha del parto.
Después de examinarme, el obstetra me dijo que tenía 15 minutos para irme a casa, empacar mis maletas y regresar al hospital para el nacimiento del bebé. Me comuniqué con mi marido, quien salió del trabajo de inmediato y se reunió conmigo en nuestro apartamento.
Fue un momento muy difícil. La empresa de mi esposo lo había transferido a los Emiratos Árabes Unidos. Yo había renunciado a mi trabajo de profesora en Canadá para seguirlo. Teníamos veintitantos años, éramos jóvenes, inexpertos y sin familia cercana que nos apoyara. El mundo estaba en vilo después de ver cómo se desarrollaba la invasión al vecino Kuwait, y en ese momento, las tropas Aliadas estaban inundando nuestra área en preparación para la Operación Tormenta del Desierto, la liberación de Kuwait liderada por Estados Unidos.
Mi esposo era el gerente general de un negocio que languidecía debido a los disturbios en el Medio Oriente, y las advertencias de viaje instaban a los ciudadanos extranjeros a abandonar el área y regresar a sus hogares. También actuaba en calidad oficial de “guardián” canadiense, que era una función de embajador de facto. Una evacuación era inminente, y se esperaba que él supervisara la ejecución de ese plan en beneficio de los canadienses en la región si era necesario. Nuestro hospital de maternidad local —el lugar mismo donde estaba programado que diera a luz a nuestro hijo— había sido designado para recibir a los heridos que llegaran si era necesario. Fue un momento abrumador. Y ahora la vida de nuestro bebé parecía estar en peligro.
Yo era una estudiante relativamente nueva de la Ciencia Cristiana, y antes de ir al hospital, llamé a un practicista de la Ciencia Cristiana para que me diera tratamiento metafísico. El practicista sugirió que consideráramos detenidamente las palabras de un poema de Mary Baker Eddy llamado “La oración vespertina de la madre”. Me aferré a las reconfortantes palabras de ese poema, especialmente al primer verso:
Gentil presencia, gozo, paz, poder,
divina Vida, Tuyo todo es.
Amor, que al ave Su cuidado da,
conserva de mi niño el progresar.
(Escritos Misceláneos, pág. 389)
Estas palabras revelan la paz, el gozo y el poder de la presencia eterna de Dios, que disuelve su opuesto: la inquietud, el miedo, la duda, el odio, la pérdida y el dolor; todas las cosas que se arremolinaban alrededor de nosotros en aquel momento en nuestra experiencia. Cada vez que me llegaba la sugestión de que podíamos perder a nuestro bebé —y sucedía a menudo— recurría a este poema para asegurarme de que Dios, la Vida, estaba allí sosteniéndonos a todos; que Dios no nos había abandonado, a pesar de las terribles circunstancias humanas en las que nos encontrábamos; que Él amaba a nuestra pequeña familia en ciernes; que Su poder era suficiente para restaurar nuestra paz y alegría, y que podíamos confiar en que Él cuidaría de todos nosotros. Esto ayudó a calmar el miedo que mi esposo y yo sentíamos en ese momento.
Con el apoyo amoroso y las oraciones del practicista de la Ciencia Cristiana, nuestra hija llegó sana y salva el día de Navidad. Estábamos muy agradecidos por esta evidencia del cuidado y la protección de Dios, ya que solo nos enteramos en el parto de que el cordón umbilical estaba enrollado dos veces alrededor del cuello de nuestra bebé. De hecho, el Amor divino conserva “el progresar” de todos nosotros.
La guerra duró poco tiempo. La sensación de normalidad regresó y los negocios comenzaron a prosperar una vez más. Mi esposo recibió una distinción del gobierno de Canadá por sus servicios al garantizar la seguridad de los ciudadanos canadienses durante ese tiempo de gran inquietud. Nuestra pequeña familia tuvo una experiencia increíble y transformadora al vivir en los Emiratos Árabes Unidos durante varios años más antes de regresar a Canadá, más fuertes y espiritualmente más vigorosos debido a este tiempo de prueba.
Mississauga, Ontario, Canadá