El verano después del bachillerato, conseguí un trabajo temporario antes de irme a la universidad. No llevaba mucho tiempo allí, cuando un compañero de trabajo mayor que yo me agredió sexualmente. Me sentía asqueada y culpable y quería escapar de mis sentimientos de dolor y confusión. No denuncié la agresión, porque me preocupaba que me culparan por ello, y no podía enfrentar el dolor del proceso legal. Solo quería sobrellevar el resto del verano hasta que me fuera de la ciudad.
Me sentía sola guardándome todo esto, pero no sabía con quién hablar. Finalmente, después de semanas de tratar de lidiar con esta ira y miedo y no hacer mucho progreso, llamé a un practicista de la Ciencia Cristiana para que orara por mí. Me dio algunas ideas espirituales reconfortantes para pensar. Le conté a mi mamá sobre la situación y también me di cuenta de que tenía que dejar el trabajo. Así lo hice.
Me sentí aliviada cuando llegó el momento de ir a la universidad. Pensé que dejar mi ciudad significaba que podía empezar de nuevo. Me gustaba que nadie en el campus supiera quién era yo o qué me había pasado y que no tuviera que hablar de ello con nadie. Sin embargo, mi primer semestre fue todo un desafío. Mis calificaciones eran malas, mi ansiedad era extrema y me resultaba difícil estar rodeada de hombres. Hablaba con el practicista todos los días para obtener apoyo espiritual.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!