Segun las Escrituras, la lucha más tremenda que jamás se ha realizado, tuvo lugar en un jardín. Aquella lucha había de señalar el camino de redención que apartaría al género humano de los sufrimientos y tragedias engendrados por la voluntad de la carne, llevándola hacia la libertad espiritual y el cumplimiento de la voluntad de Dios. El abandono, la traición, la burla, y el temor de que su misión pudiese fracasar fueron todos valerosamente enfrentados y vencidos antes de que se hubieran exteriorizado en su vida. Tan pesada y tan terrible era la carga del mundo en esta lucha, que se necesitaron tres esfuerzos ascendentes para alcanzar la supremacía espiritual. Finalmente y por medio de la renunciación del yo humano, la majestad, el poder y el dominio espirituales fueron demostrados en aquel jardín de Getsemaní por el hombre más humilde y a la vez más poderoso que jamás vivió, o sea, Cristo Jesús.
El Maestro probó que el camino de la gloria divina no es uno de glorificación propia sino el de la abnegación total. La Biblia nos dice que Jesús cayó en tierra, rogando fervorosamente tres veces que si fuese posible le fuera apartada la copa, pero que no obstante se hiciera la voluntad de Dios. Después volvió a suplicar que de no ser esto posible aun se hiciera la voluntad de Dios, y finalmente, reiterando su disposición a obedecer el mandato divino, alcanzó la sublime cima de la renunciación propia y se apartó de Getsemaní plenamente dispuesto a demostrar el poder de la naturaleza divina de vencer el mundo. En su obra Unity of Good (pág. 58), Mary Baker Eddy escribe: “El sublime triunfo del Maestro sobre la mentalidad mortal en todos sus aspectos fué la meta de la inmortalidad. El era demasiado sabio para no estar dispuesto a probar en su completa extensión la angustia humana, habiendo ‘sido tentado en todo punto, así como nosotros, mas sin pecado.’”
Imbuído del poder del Espíritu, ganado merced a la abnegación total, el Maestro se dirigió resueltamente hacia donde se hallaban el traidor Judas y los soldados que le estaban buscando con linternas, antorchas y armas, descubriéndose ante ellos y diciendo simplemente: “Yo soy.” Tan potente fué el impacto de la Verdad sobre el error cuando Jesús enfrentó en tal forma a los enemigos que le buscaban para arrestarlo, que según el relato bíblico “retrocedieron, y cayeron a tierra.” Todos los elementos de la naturaleza humana, a los cuales la mente humana no puede sobreponerse por sí sola — la obstinación, la envidia y la traición, que mienten, defraudan y matan — fueron arrojados por tierra. El magnetismo animal no pudo hallar nada en Jesús que le respondiera o con lo cual pudiera ligarse. Pero si el Maestro no hubiese primero renunciado en Getsemaní a todo aquello que podía ser crucificado o muerto, ¿creéis vosotros que este gran demostrador del Amor podría haber salido victorioso de su experiencia en la cruz o haberse levantado de la tumba? Ciertamente que no.
Para aquellos cuya visión espiritual es limitada, este método de hacer frente al magnetismo animal por medio de la renunciación propia, tal vez parezca negativo, una acquiescencia al error. Abofeteado, burlado y con una corona de espinas sobre su cabeza, Cristo Jesús no abrió su boca para defenderse. Sin embargo, en vez de denotar esta actitud una ciega sumisión al error, más bien denotó una actitud divinamente positiva y radical, iluminada por la naturaleza divina, y magnífica en serenidad, poder y sabiduría. No es de admirarse pues que Jesús pudiera curar instantáneamente al soldado cuya oreja el resentimiento y la impetuosidad de Pedro habían cortado. Evidentemente su manera de entenderse con el error, es decir, de rendirse a la naturaleza divina del Cristo, probó ser suprema. Si Jesús no hubiese cedido a la voluntad de Dios ¿qué habría ocurrido? No habría existido el cristianismo, tal como lo tenemos hoy, ni se habría marcado el sendero que conduce de las tinieblas de la mortalidad hacia la gloria de la resurrección.
En “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras” (pág. 586), Mrs. Eddy nos da la siguiente definición de la palabra Getsemaní: “Paciencia en el pesar; lo humano cediendo a lo divino; amor que no encuentra respuesta, mas no obstante sigue siendo amor.” De manera que Getsemaní es en verdad el estado de consciencia que lo renuncia todo, donde se sondean las profundidades de la angustia, y los elementos básicos de la naturaleza humana son desechados para así dar paso a lo divino.
Este abandono o renunciación del sentido material es el camino que conduce de lo humano a lo divino. No obstante, debido a que la propia conservación es una característica instintiva de la naturaleza humana, le causa enorme angustia a ésta renunciarse a sí misma. Getsemaní es entonces un jardín donde, a través de santas luchas nace nuestro sentido espiritual de la existencia; donde la dulce fragancia del perdón no permite que las angustias terrenales endurezcan el corazón, y donde la teoría y la letra se transforman en la realización y reflexión de la realidad espiritual. No los honores y éxitos humanos sino las dulces y suaves cualidades de la naturaleza divina son las bendiciones ganadas en Getsemaní.
Sin embargo, ¡cuánto nos esforzamos por evitar este jardín de la renunciación propia y de la supremacía espiritual! ¡Cómo nos aferramos a lo humano en vez de ceder a lo divino! Y ¡cómo nos empeñamos en vivir nuestras propias vidas, sin pensar por un momento en someterlas a la voluntad divina! La naturaleza humana enfrenta a la injusticia, el abuso y la enemistad con intensas reacciones de indignación y justificación propia. Abogando por sí mismo, el concepto personal del bien se rebela contra las demandas de la naturaleza divina, clamando ante alguna experiencia atemorizante: “Apartad esta copa de mí; ¿por qué he de sufrir? Yo no he cometido ningún mal. ¿Por qué no puede uno defender sus derechos y tomar la espada, tal como lo hizo Pedro?” ¡No es de admirarse entonces que tres pasos ascendentes sean necesarios antes de que la cima de la renunciación propia sea alcanzada! En Miscellaneous Writings por Mary Baker Eddy, leemos (pág. 107): “Los falsos sentidos de los mortales pasan por tres estados y fases de la consciencia humana antes de renunciar al error.”
Gradualmente y a través de potentes luchas en Getsemaní, los elementos de la naturaleza humana comienzan a disolverse: la obstinación disminuye, las ansias humanas ceden gradualmente, y las reacciones personales hacia el error se van moderando. Entonces llegamos a la segunda fase de la renunciación propia, en la cual la misericordia, la tolerancia y la humildad son asimiladas. Las lágrimas de la conmiseración propia dan lugar al júbilo bautismal, y la voluntad de Dios es comprendida y demostrada de una manera más inteligente. Obtenemos una nueva perspectiva. Podemos soportar afrentas, desaires e injurias sin ofendernos. La tensión y la fatiga de las demandas diarias pierden su poder de irritarnos. Y finalmente nos elevamos a la tercera fase, en la que voluntariamente colocamos todo sobre el altar. La naturaleza inferior del mortal cede a la naturaleza superior del hombre. La consciencia se ha hecho trasparente y ¡he aquí se experimenta un divino influjo de tierno amor que, sin palabras, sana! El mecanismo del pensamiento material ha cedido a la visión, reflexión y realización espirituales. Al referirse a la iluminación del entendimiento espiritual, Mrs. Eddy escribe en Ciencia y Salud (pág. 85): “Este sentido del Alma viene a la mente humana cuando ésta cede a la Mente divina.”
No es de extrañarse pues que la renunciación propia sea un potente y dinámico factor en la demostración del poder divino. Merced a ella, el pensamiento se ajusta naturalmente a la acción del Espíritu y a los elementos curativos de la naturaleza divina, y los resultados son maravillosos. A la verdad que la prueba de la demostración depende siempre de si la renunciación a la materialidad ha sido parcial o completa. Cuando uno ya no puede ayudarse y se ha visto forzado a abandonar toda confianza en la mente humana o en los medios materiales, acude en su desesperación a Dios, y entonces el terreno se hace propicio a la demostración. Cuando en momentos de aparente temor a algún malestar físico, cedemos a la voluntad de Dios, las posibilidades de la curación instantánea se ponen de manifiesto. A pesar de que somos pocos los que nos sentimos capaces de mantenernos siempre a la altura de la renunciación completa, sin embargo es en este punto que logramos la autoridad y el dominio espirituales.
La conservación verdadera es demostrada mediante la renunciación propia. Tal renunciación es un poderoso antídoto para la mala práctica mental en todas sus formas. A la verdad que la total rendición a Dios significa la completa renuncia de todo aquello en nosotros que reaccione al error. Así como el sauce se inclina graciosamente ante la tormenta, para erguirse intacto cuando ésta haya pasado, nosotros también, inclinándonos suavemente ante las tormentas mentales del error y merced a la protección divina, salimos ilesos.
De manera que si habéis sido calumniados, abandonados y traicionados; si habéis sido engañados por la melosa dulzura baja capa de amistad, tal como lo ejemplificó Judas con su beso traicionero; si el error ha tejido una serie de circunstancias trágicas que parecen insalvables, entonces acudid rápidamente al jardín de Getsemaní y renunciad toda creencia en el mal. Cuando las adversas experiencias humanas hayan agotado la última gota del dolor sufrido a causa de esperanzas desilusionadas, cuando una completa desesperación os deje en el más obscuro olvido, entonces podéis volveros, sin pesadumbre, de las vacías decepciones de los conceptos materiales a las grandiosas realidades del ser divino, y encontrar una dulce tranquilidad, una rica compensación para cada dolor terrenal, mediante la rendición al espíritu triunfante del Cristo.
!Contemplad pues la grandeza y gloria de la renunciación propia, tal como se gana en el jardín de Getsemaní! La Ciencia divina, el divino Consolador, que nos revela que no hay en realidad nada que ceder o sacrificar, se convierte en tierna y potente realidad. Renunciando a todo aquello que puede sufrir, nos elevamos por encima de todo sufrimiento físico. Más allá de la propia conservación, de la “supervivencia de los más idóneos”, del linaje y la historia humanos, y aun de la bondad humana, están las eternas realidades de la existencia divina, la grandeza del hombre verdadero y de la libertad superna. Aquí, el gozo y la luz interiores son inextinguibles y se gusta la inmortalidad y la santidad. El sentido del Alma obtiene el primer lugar en nuestras vidas y penetramos en la calma y el dominio espirituales.
A medida que cedemos nuestras vidas a la Ciencia del ser, en santa sumisión a la ley de Dios, los propósitos y designios divinos se van cumpliendo. Pues entonces en vez de dejarnos dominar por las pequeñeces del sentido personal, del temperamento y del talento, ¿por qué no nos dirigimos a Getsemaní y luchamos allí hasta que la majestad y el poder de la individualidad divina sean demostrados en nuestras vidas? ¿Por qué no experimentar la gloriosa exaltación de renunciar la creencia de la vida e inteligencia en la materia y aceptar la verdad del ser? Y ¿qué importa si esto significara angustia, sudor y sangre, como en el caso del Maestro? No muriendo se escapa de la mortalidad: sólo renunciando la creencia de la mortalidad es que se gana la consciencia de la inmortalidad, la que en verdad está siempre presente.
La misma Mente que capacitó a Cristo Jesús para ganar la victoria espiritual está aquí hoy mismo, habilitando al espíritu universal de la humanidad para ganar el triunfo de la gloria milenaria. En Unity of Good (pág. 57) leemos: “Las angustias mortales promueven el nacimiento del ser inmortal; pero la Ciencia divina enjugará toda lágrima.” Partiendo del jardín de Edén, atravesando el jardín de Getsemaní y penetrando en la Ciencia del ser, la humanidad saldrá de las tinieblas de la mortalidad a la gloria de la realidad divina.
