En las mismas raíces de la historia de toda nación se encuentra su concepto de lo que es ley. Las naciones son bendecidas o no lo son de acuerdo con la rectitud de sus leyes y la justicia con la cual éstas se aplican. El objeto de toda buena ley es el de proteger o corregir, partiendo de la base de que “todos los hombres son creados iguales; que todos han sido dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables entre los cuales están la vida, la libertad y la aspiración a la felicidad”, según las palabras inmortales de la Declaración de Independencia de Estados Unidos.
Las leyes promulgadas por los hombres son ideadas a fin de gobernar los sistemas creados por ellos mismos. El concepto más alto que el hombre tiene de la ley es el que más se aproxima a la ley espiritual, porque tal ley deriva su poder de Dios, el Espíritu. Lo mortal no se amalgama nunca con lo espiritual. Lo mortal y lo inmortal no guardan relación alguna. El Espíritu y la materia son contrarios y no se complementan jamás.
¿Cómo entonces operan las leyes de Dios, el Espíritu, en un código de ley creado por el hombre? La respuesta es esta: que cualquier cosa que asemejase los fundamentos de la ley espiritual no es de origen humano, porque tiene su origen en la Mente que es Dios y existe en esta Mente para siempre. Digamos, por ejemplo, que un legislador crea la legislación para fijar el precio de algún artículo. Al crear esta ley, trata de ser justo con todos por igual.
La idea de justicia no tuvo origen en el legislador. Es ésta un atributo de Dios que es reflejado por la imagen y semejanza de Dios, el hombre. Por lo tanto en la proporción en que el legislador refleje la idea de la justicia al crear una ley, en esa misma proporción estará identificándose a sí mismo con su creador, y la ley quedará similarmente identificada.
De esta manera la ley que participa de los atributos de Dios manifestará la ley divina y será inviolable. A menos que sea ley divina, o su manifestación, no será inviolable. Mary Baker Eddy escribe en “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras” (pág. 134): “Las doctrinas hechas por los hombres se van desvaneciendo. No se han fortalecido en tiempos de tribulación. Siendo exentas del poder de Cristo, ¿cómo pueden ellas demostrar las doctrinas de Cristo o los milagros de la gracia divina?”
Sabemos que puede haber injusticia en una ley creada por los hombres. Este error negaría los atributos divinos y así crearía al parecer una grotesca imitación de la ley, que, de practicarse, invertiría el cumplimiento de la ley y crearía un reino de desorden y caos.
En tal caso lo que se llama justicia podría comprarse y venderse en un mercado al mejor postor. Tal lamentable estado de cosas parece a veces existir en comunidades que ignoran la ley espiritual y su trascendental poder. El código que permite la injusticia, la envidia, el engaño, el odio, la venganza, el temor, el orgullo y otras iniquidades parecidas no puede ser ley, a pesar de haber sido designado como tal por sus creadores.
Llamar a eso ley es en realidad ignorar lo que es ley, y es una condición negativa que por su propia futilidad falla, pues es una negación de la ley y por tanto un tipo de depravación. Cualquier nación que ignora lo que es Dios quizá pueda crear leyes que carezcan de atributos divinos. Así sus leyes podrán ser ideadas no para expresar primordialmente la justicia hacia todos, sino para favorecer los intereses de una cierta clase privilegiada, o para apoyar una ideología.
El tipo más elevado de leyes humanas tiene sus raíces en el código mosaico, o sean los Diez Mandamientos, los cuales Cristo condensó en dos, a saber, el deber hacia Dios y el deber hacia el hombre: “Amarás al señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todo tu entendimiento, y con todas tus fuerzas.” Y: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos” (Marcos, 12:30, 31). Al examinar los Diez Mandamientos en el capítulo veinte del libro del Génesis, encontramos que cada uno de ellos hace referencia ya sea a uno u otro de estos dos mandamientos fundamentales.
Si la ley descuida o refuta estos dos principios esenciales, resultará la pérdida de los derechos individuales, y eventualmente la completa autoridad será ejercida por el Estado en vez de por los pueblos obedientes a su concepto de Dios. Desde que la Christian Science fué descubierta en el año 1866, la historia ha probado que los atentados hechos por destruir la libertad humana han sido vanos. Por numerosos que aparentaran ser los adversarios, por poderosas las fuerzas armadas o la tenacidad de propósito que impulsaba al supuesto conquistador, su destino estaba ya sellado desde el principio. La razón de esto es que los dos pilares que sostienen la ley, a saber, el amor a Dios y el amor al hombre se omitieron o parodiaron.
Se recordará con gratitud como en una ocasión durante la última guerra las huestes del materialismo se alistaron contra la vanguardia de un pueblo que amaba la libertad y cuyas leyes se basaban sobre los dos grandes mandamientos. Durante ese tiempo unas pocas palabras valientes pronunciadas por sus jefes, expresando fe en Dios y amor al hombre, despertó a aquel pueblo al poder de su herencia espiritual y le capacitó para oponerse a las abrumadoras huestes enemigas hasta que las fuerzas de la democracia pudieran ser movilizadas.
El plan de batalla de los pueblos amantes de la libertad sólo tiene éxito cuando se incluye en él el Amor a Dios y al hombre. Si los códigos y acciones humanos encierran estos dos principios espirituales, el dominio sobre las pretensiones del error en todas sus formas es asegurado. En la página 259 de su libro Miscellaneous Writings, Mary Baker Eddy dice: “Cuando el gran Legislador era la única ley de la creación, reinaba la libertad y ésta era la herencia del hombre; pero esta libertad era el poder moral del bien, no del mal: era la Ciencia divina, en la cual Dios es supremo y la única ley de la existencia.”