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Los dos grandes mandamientos

Del número de julio de 1949 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


En las mismas raíces de la historia de toda nación se encuentra su concepto de lo que es ley. Las naciones son bendecidas o no lo son de acuerdo con la rectitud de sus leyes y la justicia con la cual éstas se aplican. El objeto de toda buena ley es el de proteger o corregir, partiendo de la base de que “todos los hombres son creados iguales; que todos han sido dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables entre los cuales están la vida, la libertad y la aspiración a la felicidad”, según las palabras inmortales de la Declaración de Independencia de Estados Unidos.

Las leyes promulgadas por los hombres son ideadas a fin de gobernar los sistemas creados por ellos mismos. El concepto más alto que el hombre tiene de la ley es el que más se aproxima a la ley espiritual, porque tal ley deriva su poder de Dios, el Espíritu. Lo mortal no se amalgama nunca con lo espiritual. Lo mortal y lo inmortal no guardan relación alguna. El Espíritu y la materia son contrarios y no se complementan jamás.

¿Cómo entonces operan las leyes de Dios, el Espíritu, en un código de ley creado por el hombre? La respuesta es esta: que cualquier cosa que asemejase los fundamentos de la ley espiritual no es de origen humano, porque tiene su origen en la Mente que es Dios y existe en esta Mente para siempre. Digamos, por ejemplo, que un legislador crea la legislación para fijar el precio de algún artículo. Al crear esta ley, trata de ser justo con todos por igual.

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