Hace cuarenta años que, descuidando practicar lo aprendido en la religión en que me criaron, me incliné retrógradamente al ateísmo. En el año de 1925 se publicó en el Christian Science Sentinel lo que dije al presentar a un conferenciante de la Christian Science, que fué en parte: “Antes de empezar a estudiar Christian Science yo era enemigo declarado y acérrimo de todo lo que yo creía que era esa Ciencia. Pero hace unos quince años que, con sorprendente prontitud y como resultado directo de haber estudiado vehementemente por una media hora su libro de texto, 'Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras’ por Mary Baker Eddy, sané permanentemente de una afección ocular muy dolorosa y aparentemente incurable. Por treinta años había estado obligado a usar lentes anteriormente. Por esa admirable curación y otras que le siguieron, así como la solución de varios problemas de negocios que me ponían perplejo, he llegado a conocer en cierto grado la omnipotencia y omnipresencia de Dios, y a saber que la Christian Science puede aplicarse a toda necesidad.” Por muchos años se destacó en mis pensamientos esa primera curación como la más admirable de que había oído o leído. Luego presencié otra curación que hizo que la mía pareciera insignificante.
Invernábamos en Arizona por estar cerca de nuestro hijo que asistía a una escuela en un rancho. Se quejaba de que tenía que forzar la vista y de dolores de cabeza. Su madre lo llevó a que lo viera el oculista más reputado que pudo encontrar. Me mandaron avisar que fuera al consultorio porque el oculista deseaba hablar conmigo. A mi llegada lo hallé visiblemente alarmado. Insistió en que telefoneara yo inmediatamente a cierto oculista de Ohio y que me trasladara por avión con mi hijo a aquella ciudad al día siguiente. También me confió su diagnóstico: un tumor maligno que exigiría se le quitara el globo del ojo, pero deseaba que lo examinara otro oculista, para comprobarlo, antes de operar al niño.
Fui a consultar a un practicista de la Christian Science. Yo mismo atendí metafísica- mente al asunto por casi veinticuatro horas, terminando sólo cuando vi claramente la imposibilidad de que el ser del hombre estuviera en una condición que no fuera normal y de salud perfecta. Una semana después todavía fué necesario que atendiera a ésto metafísica- mente porque se me había ofuscado mi modo de pensar. Entonces me telefoneó el oculista para averiguar si habíamos ido a Ohio como me había indicado. Yo le contesté que nuestro hijo estaba bueno. Aunque sabía que era innecesaria otra consulta, convine en que lo viera un segundo oculista. Este otro examen fué más riguroso y esmerado al saber el médico que el primer oculista había hallado una condición maligna. A ésto siguió un dictámen sanitario excepcional con el aditamento no solicitado de que “no le cuelguen antiparras al muchacho.”
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