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Un profeta en el desierto

Del número de julio de 1956 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Una de las advertencias más graves proferidas contra los errores del sentido personal y lástima de uno mismo se halla en el capítulo 19 del primer libro de los Reyes en el que leemos tocante a Elías que, después de destruir en el Monte Carmelo a los falsos profetas de Baal, recibió un mensaje maligno de Jezebel amenazando quitarle la vida.

Elías, profeta inspirado que mediante su comprensión de Dios había destruido una idolatría esparcida por todo Israel y acabado con una sequía, se acobardó tembloroso y casi capituló ante la inminente venganza de una reina malvada. “Levantóse y fuése por salvar su vida,” se nos dice, “Y él se fué por el desierto un día de camino, y vino y sentóse debajo de un enebro; y deseando morirse, dijo: Baste ya, ... quita mi alma," añadiendo: “que no soy yo mejor que mis padres.”

Cuán vívidamente descriptiva del desaliento del profeta es ese cuadro gráfico. La jornada de un día, el desierto, el árbol, la súplica del profeta a Dios de que le quitara la vida, y el apocamiento de sí mismo — cada uno de estos detalles es nota distintiva de una melancolía patéticamente dramática.

Contrastad ese cuadro con el del varón de Dios, el profeta de Israel, de pie sobre el Monte Carmelo, cuando el fuego de Dios descendió del cielo y consumió totalmente el sacrificio. Entonces sí que era varón de Dios, dotado de dominio, ejercitándose en la sabiduría y la fuerza espirituales. Nada le importaba a Elías que el número de los falsos profetas fuera uno o ascendiera a cuatrocientos cincuenta. Todos los falsos conceptos de Dios y el hombre desaparecieron ante la majestad visible de Dios.

¿Por qué, pues, bien puede preguntarse, se sintió impelido el profeta a que caminara todo un día en el desierto y que casi se consumiera de lástima de sí mismo y amilanamiento a la sombra de un enebro? Es posible que responda a esta pregunta la declaración que hace Mary Baker Eddy en sus Miscellaneous Writings (Escritos Diversos, pág. 280 a la 281): “Las puertas del magnetismo animal se abren de par en par para que entre el error, a veces precisamente al instante en que estáis listo para entrar en el fruto de vuestro trabajo, y con encomiable ambición os disponéis a cantar himno de victoria por los triunfos.”

La situación aquí descrita es análoga a aquella en que se hallaba Elías mismo. El magnetismo animal acababa de subírsele a la cabeza Puede ser que haya razonado así: “He ganado una gran victoria contra la idolatría; ¿por qué me ha de atacar inmediatamente una reina maligna?” Talvez tomó la destrucción de los profetas falsos como un triunfo demasiado personal sin fijarse en que todo poder radica en Dios, el Legislador divino. O quizá pensó que ya podía sentarse recostado y reposar, habiendo destruido la idolatría en el Monte Carmelo.

Haya sido lo que haya sido el error en que haya incurrido el profeta, una cosa es evidente: dejó de comprender la relación que existe ininterrumpidamente entre Dios y el hombre y la tranquilidad inalterable que trae consigo la presencia divina. El penetró en el desierto en jornada de un día y se sentó debajo de un enebro, orando a Dios, que es la Vida, que lo destruyera. Es claro semejante absurdo de su lástima y el claro semejante absurdo de su lástima y el desprecio de sí mismo, pero ¿no nos ha engañado a todos en una u otra ocasión esa lástima de uno mismo y el mesmerismo de nuestra sensación personal operando por las sutiles sugestiones del magnetismo animal? Acaso hayamos oído decir a algún estudiante de la Christian ScienceNombre que Mary Baker Eddy dió a su descubrimiento (pronunciado Crischan Sáiens) literal de estas dos palabras es “Ciencia Cristiana”. confrontado por algún problema suyo: “¿Por qué me pasa esto? ¿Por qué me viene este problema? Yo he probado el poder de Dios con curaciones instantáneas; he ayudado a que otros encuentren al Cristo que cura en la Christian Science. Soy fiel a lo que se me ha confiado. ¿Por qué pues he de tener este problema?”

Si esto es lo que le pasa a alguien que lea estos renglones, que tome su Biblia y la abra al capítulo 19 de I Reyes, y que estudie las instrucciones que Dios le dió a Elías cuando se durmió a la sombra del enebro. “Un ángel le tocó.” Se le adentró en su consciencia una intuición espiritual y lo despertó de su apatía de sentir lástima de sí mismo. Ese mensaje angelical le ordenó se levantara y comiera. Elías abrió sus ojos y encontró una torta y un jarro de agua; así es que comió y bebió “y volvió a acostarse.”

Volvió el ángel mensajero a ordenarle se levantara y comiera. Tenía que tomar su alimento espiritual, tenía que comer y que beber el pan y el agua de Vida, ganando así de nuevo la comprensión que había olvidado al dormir a la sombra del enebro en el desierto. Triunfó obedeciendo. Ya fortalecida su comprensión espiritual, reanudó su jornada, y sostenido por ese alimento “caminó ... cuarenta días y cuarenta noches, hasta Horeb, el Monte de Dios.”

¿No deberíamos seguir el ejemplo de Elías, si alguna vez desalienta nuestra sensación personal echando en olvido la armonía del cielo? Siempre habremos de hallar a la mano a un ángel mensajero que nos despierte del sueño profundo, el sueño de Adán que traen consigo los sentidos personales que suelen llevarnos al desierto de la inocencia ultrajada.

Obedezcamos el mandato angelical de que nos levantemos y comamos. Tenemos nuestros libros de texto, la Biblia y “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras” por Mrs. Eddy. Contienen el pan de la Verdad y el agua de la Vida. Revelan al Cristo, la Verdad que nos sostiene e ilumina, que disipa nuestros temores y resucita nuestra comprensión. Paso a paso nos guía de los sentidos al Alma, del temor a la confianza, de la enfermedad a la salud. Aunque pernoctemos en la cueva de la corporealidad, Dios nos ordenará que salgamos de la cueva y nos pongamos de pie en el monte, serenamente erguidos en la seguridad de que el Señor no está en el viento grande e impetuoso ni en el terremoto ni en el fuego que sacudieron la montaña despeñadamente, sólo en la voz callada y suave. Se oye esa voz cuando se acalla el sentido personal. Hay que ver al magnetismo animal tal cual es, una ilusión que pretende esgrimir autoridad donde en realidad no hay ningún poder.

Si manejamos venciendo el magnetismo animal, el sentido personal y la lástima de uno mismo a fin de escuchar la voz de Dios, pronto saldremos del desierto y se nos guiará, como a Elías, a cosechar los frutos de nuestro fiel servicio a Dios y al hombre. Dios le mostró a siete mil fieles que no se habían arrodillado ante Baal; además, le envió a Eliseo, sobre quien había de caer el manto del profeta. Lo cual ocurrió después de que Elías fué llevado a mayores alturas de esclarecimiento espiritual en un “carro de fuego con caballos de fuego” (II Reyes 2:11), símbolo de las intuiciones espirituales que elevan aquí y ahora aún a la consciencia esclarecida al reino de los cielos.

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