Recientemente tuve ocasíon de presenciar un bello suceso que después me dió mucho en que meditar. Consistía en contemplar y observar de cerca un girasol que crecía en un prado frente a mi casa. Crecía silvestre y sin que lo quisieran; pero como persistía libre y resuelto a hacer valer su derecho a existir, lo dejaron que creciera pues. Una tormenta rugió y azotó casi continuamente por días enteros. Ráfagas de viento saciaron su furia en todas direcciones sobre el girasol, doblándolo de uno a otro lado. Parecía que ponían a prueba reciamente severa la estabilidad y firmeza de la planta.
El tallo, probablemente cosa de dos metros de alto y coronado con enorme flor, siempre se doblaba con la tormenta. Se mecía de un lado al otro al empuje del viento, enderezándose cuando el viento se aquietaba por instante, sólo para azotarlo de nuevo al instante siguiente otra ráfaga forzándolo a doblarse pero no a quebrarse. Las hojas de la planta se abrían y se cerraban como alas al vaivén de la racha.
Eso que yo observaba me hizo comprender las palabras del Maestro (Mateo 5:39): "Yo os digo que no hagáis resistencia al agravio." Si el girasol hubiera ofrecido resistencia a lo que tanto lo agravaba, no hubiera sobrevivido a la tormenta. Esta no le hizo daño. ¿No nos mostramos a menudo temerosos, indoblables rígidos cuando afrontamos o nos azota alguna situación que parece alarmante? ¿No olvidan con frecuencia los hombres que no corren peligro si reconocen con humildad que están a una con Dios, y que El los sostendrá incólumes?
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