La Ciencia del Cristianismo cambia radical e innovadoramente nuestro modo de pensar. Como la ciencia de las matemáticas, que no puede adaptarse a opiniones personales ni a cosa alguna en discrepancia con sus principios impersonales, así la Ciencia del Cristianismo no puede torcerse o desviarse a fin de adaptarla a ningún concepto humano o limitado de Dios o el hombre. A esta Ciencia hay que allegarse y debe aceptarse con espíritu de candorosa humildad, con un corazón ávidamente receptivo si quien lo haga ha de ganar la inspiración divina que cura a los enfermos y liberta al pecador de su inclinación a pecar.
Con frecuencia oímos hablar de enfermedad del corazón. Quienquiera que caiga presa de esa creencia — pues la Christian Science ha probado que es sólo eso: una creencia del todo insubstancial — haría bien en meditar sobre la definición de “corazón” que da nuestra Guía divinamente inspirada, Mary Baker Eddy, en el Glosario de “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras” (pág. 587): “Sentimientos, motivos, afectos, alegrías y aflicciones mortales.”
Que el que sufra de esa afección se pregunte: qué “sentimientos mortales” abriga; y cuando descubra algún sentimiento que no sea semejante a Dios, que se desprenda de él tan radical y prontamente como pueda. Esto se logra estudiando a diario la Biblia y los escritos de Mrs. Eddy y practicando las verdades que así aprenda. Esos libros aclaran el método empleado por Jesús y los que le seguían para curar a los enfermos.
Para lograr comprender la Christian Science hay que tener un corazón receptivo. Hay que aceptar la verdad de que Dios es Todo en todo, que El es todo lo que existe y es bueno, y el único creador. Hay que reconocer que El es todopoderoso, el que todo lo sabe y está presente siempre, que el hombre es Su imagen y semejanza como lo afirma la Biblia. Y debe uno percatarse de que, en su ser verdadero, él es espiritual. Cuando quien eso haga quede convencido de estas verdades, se desprende de todo “sentimiento mortal” o no semejante a Dios y comienza a expresar en creciente grado su identidad auténtica, el hijo inmortal y eternamente perfecto de su Padre perfecto.
¿Son puros sus móviles? Si no, que los purifique con amable bondad hacia todos aquellos con quienes trate. Que se esfuerce por ser íntegro en todas sus relaciones humanas. Este no es un deber desagradable que le impida franca aceptación entre los que conozca ni que le niegue su éxito. Es por el contrario el método mismo para que, el que antes haya sufrido, de entonces en más se granjeé no sólo el aprecio, el cariño y el éxito sino también la salud que tanto anhelaba — un corazón enfermo antes, pero ahora ya sano.
¿Y qué decir de nuestros “afectos”? Que quien lo requiera, los purifique con amor libre de todo egoísmo, volviéndose tiernamente compasivo y comprendiendo que Dios es el Padre-Madre de todos, que hay sólo una Mente y que todo hombre o mujer es la expresión de esa Mente única. Dice Mrs. Eddy en Miscellaneous Writings (Escritos Diversos, pág. 50): “Nosotros sí que creemos, y lo que es más, comprendemos que hay que cambiar los afectos humanos, deseos y miras por la norma divina, ‘Sed pues vosotros perfectos,’ y también de la creencia en que el corazón es materia y que sostiene la vida, a la comprensión de que Dios es nuestra Vida, que existimos en la Mente, mediante ella vivimos y en ella tenemos el ser. Este cambio en el modo de pensar y de sentir libraría de las enfermedades del corazón, y haría que la Cristiandad adelantara cien veces más.”
El desarrollo de la verdadera norma de los afectos siempre lleva consigo el deseo de servir. El que eso desea nunca critica ni condena a las personas sino que se adhiere sin cesar a la verdad de que Dios es perfecto y que el hombre es perfecto. Este afecto trae calma y tranquilidad que satisfacen y bendicen tanto al que así da como al que recibe.
¿Y en cuanto a las “alegrías y aflicciones?” ¿Está uno sin alegría? Entonces no se da cuenta de su derecho patrimonial, puesto que el hombre es heredero legitimo de una herencia gloriosa. No tiene uno más que reconocer su ser espiritual abandonando la decepción de las aflicciones, negándoles realidad, por no formar parte de la creación de Dios. Tiene que reclamar su unión, su estar a una con Dios, el Amor divino que es su creador, del cual él es tan inseparable como un rayo de luz lo es del sol.
Leemos en Isaías (35:10): “Los rescatados de Jehová volverán, y vendrán a Sión con canciones; y regocijo eterno estará sobre sus cabezas; ¡alegría y regocijo recibirán, y huirán el dolor y el gemido ! ” Reconociendo su estado verdadero, uno participa del gozo inherente a su naturaleza espiritual, un regocijo invariable y siempre presente.
La transformación que así experimente cualquiera, en su modo de pensar, le ha de curar su concepto de corazón enfermo. Eso es el efecto del tratamiento según la Christian Science — la substitución de lo que no es verdadero en el hombre o del hombre por lo que sí es verdadero en él. Esta transformación es un procedimiento puramente mental, algo semejante a reemplazar la creencia errónea de que el sol se mueve al rededor de la tierra con la verdad astronómica de que es la tierra la que gira alrededor del sol.
Yo mismo probé lo práctico que es este método de tratamiento cristiano-científico una noche que desperté y me encontré sufriendo de lo que parecía ser un crítico ataque cardíaco. Me atacó cuando yo no estaba en guardia momentáneamente, por lo cual lo aceptaba según sus pretendidas condiciones: un corazón carnal o material susceptible de enfermarse como lo sugerían los síntomas materiales. Y mientras lo consideraba un órgano fisiológico o material yo no podía aliviar ni mi dolor ni mi temor.
Entonces reparé en lo que hacía yo y abandoné en el acto y por completo eso concepto de los sentidos materiales haciendo frente a ese estado de cosas como mera sugestión mental. Yo sabía que vivimos en un mundo mental, pero que la Christian Science nos hace percibir que es divino o espiritualmente mental, en realidad. Pude pues clasificar entonces el dolor físico como le correspondía: una creencia materialmente mental en que había tal dolor, una sugestión de que existía un poder opuesto a Dios llamándose a sí mismo el mal o la enfermedad.
Entonces vi que esa creencia era impotente, sin substancia ni ley ni capacidad alguna. Comprendí que Dios no ha creado el dolor ni órgano alguno que pueda sentir dolor. Supe que, como imagen y semejanza de Dios, el hombre puede reflejar sólo lo que Dios conoce o sabe, y que a Su propia creación, Su hijo amado, lo conoce como incorpóreo, inorgánico: el hombre espiritual. Vi que, como tal, el hombre no es ni ha sido nunca material, sino que siempre ha incorporado e incorpora ideas espirituales, puras y perfectas, la expresión del ser de Dios, la emanación de la Mente divina y única.
Vino a mientes la declaración consoladora que hace Mrs. Eddy en Ciencia y Salud (pág. 425): “La conciencia construye un cuerpo mejor, cuando la fe en la materia se haya vencido. Corregid la creencia material por el entendimiento espiritual, y el Espíritu os formará de nuevo. Nunca volveréis a temer nada sino el ofender a Dios, y nunca creeréis que el corazón o cualquier otra parte del cuerpo pueda destruiros.”
Comencé a percibir muy claramente que Dios, y no el corazón, mantiene vivo a uno, “porque según piensa en su alma, así es” (Proverbios 23:7). Mi temor de la muerte se iba reemplazando por la confianza en el poder del Amor siempre presente para curar, proteger y salvar. Empecé a murmurar las palabras de un himno favorito que contiene el Himnario de la Christian Science (No. 93):
Dichoso el que seguro está
que Dios no cesa en Su bondad;
diario en gozosa senda va:
Dios guarda su tranquilidad.
Al llegar al último renglón lo canté en voz alta, porque el dolor había cesado y yo estaba curado. El concepto de un corazón enfermo cedió su puesto al de un corazón abierto a recibir la inspiración del Espíritu divino, que siempre ahuyenta al mal y sana al enfermo.
