Nací y me crié en Francia en el seno de una familia religiosa, de la cual me separé al ser enviado a un colegio como pupilo. Antes de terminar mi cuarto año de humanidades me hallé tan desilusionado y descontento con las doctrinas que allí se enseñaban que abandoné el colegio como también toda practica de la enseñanza religiosa que había recibido.
Completamente solo comencé a viajar extensivamente con la esperanza de hallar aquello más alto y santo que mi corazón tan ardientemente ansiaba. A pesar de que estaba seguro que algún día hallaría a Dios y la respuesta a todas mis problemas, mi búsqueda que me llevó a cinco continentes no sirvió de nada.
Finalmente arribé a la ciudad de Nueva York donde me asaltó una sensación de soledad y como quien se siente perdido, esto ya lo había experimentado muy a menudo anteriormente. No tenía en que apoyarme y nada a que recurrir. Un día sufrí una grave lesión a la espalda. Me había desgarrado dos ligamentos, y dos vértebras habían sido talmente dañadas que ejercían presión contra el cordón de la espina dorsal. Sufría dolores agudísimos acompañados de la gradual pérdida de movimiento de las extremidades inferiores. Después de someterme a dos operaciones mayores quedé con más dolores que nunca y con pocas esperanzas de ser nuevamente una persona activa.
Ambulé de médico en médico hasta que finalmente arribé a una ciudad del sur cuyo clima benigno se suponía me beneficiaría. Sin embargo el dolor se hizo tan intenso que decidí acabar mi intolerable existencia con píldoras contra el insomnio. En uno de los periódicos locales de esta ciudad del sur vi un aviso que daba información acerca de las Iglesias de Cristo Científicas y las Salas de Lectura en ese distrito.
No puedo decir exactamente qué fué lo que me impulsó, pero recorté el aviso poniéndolo en mi billetera, y a la tarde del otro día fui a la Sala de Lectura más cercana. Me sentí muy impresionado por la paz, la calma y el orden que allí reinaban, pero pronto me percaté que no comprendía cómo debía estudiar los libros que veía. Desalentado pensé que había ido a parar a otro lugar errado. Cuando me disponía a salir el bibliotecario muy amigablemente me preguntó: “¿Cómo se siente usted?”
No queriendo mentirle, contesté: “Terriblemente mal.”
Su respuesta fué la siguiente: “En verdad no puede ser tan terrible.” Con esto me entregó un libro rogándome que leyera unas cuantas páginas al día durante algún tiempo y luego que se lo devolviera. Este libro era “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras” por Mary Baker Eddy.
Aquella noche leí unas cuantas páginas acostándome temprano. ¡Qué gozo tan grande me esperaba a la mañana siguiente! Al levantarme hallé que el dolor había desaparecido completamente, al mismo tiempo que podía hacer uso libremente de las extremidades inferiores. Esta curación tuvo lugar hace diez años y ha sido permanente. Hoy en día soy un hombre mucho más fuerte de lo que jamás fui en mi juventud.
Mi gratitud se eleva incesantemente a nuestro Padre-Madre Dios por Su guía, aún en los años en que esperaba que la Verdad se desenvolviera para mí. Mi gratitud también se extiende a nuestro Mostrador del camino, Cristo Jesús, y a Mrs. Eddy cuya revelación de la Christian Science nos familiariza con la realidad y lo infinito. — Nueva York, Nueva York, E.U.A.