En 1945, mientras cumplía mi servicio militar en el extranjero, comencé a sospechar que mi esposa (de aquel entonces), se había enamorado de otro hombre. Durante ese tiempo me apareció una verruga en la pierna izquierda, y poco después también me aparecieron verrugas similares en los dedos de ambas manos. Cuando regresé a casa, comprobé que mis temores no habían sido infundados. Mi esposa estaba terriblemente remordida por la conciencia y ofreció permanecer conmigo lealmente, tratando de reparar nuestro matrimonio. Me di cuenta de que no podía aceptar esto en el espíritu en que me fue ofrecido y, en cambio, adopté una actitud de intensa amargura y obstinación. Eventualmente nos divorciamos y mi esposa se volvió a casar y se fue a vivir a Kenya, llevando consigo a nuestro hijo de ocho años de edad.
Pasé por un período de pesadilla, empecé a beber como una cuba y a gastar dinero a manos llenas. Perdí mi empleo y me metí en intrincadas dificultades financieras; una persona a quien amaba, enfermó gravemente, y las verrugas de mis manos adquirieron un aspecto cada vez más repugnante y se pusieron más dolorosas.
Tuve que ver un médico por la enfermedad de mi gran amigo, y el médico me dijo: “Me siento mucho más preocupado por usted. Tiene usted que hacerse ver estas manos sin demora en el hospital para enfermedades cancerosas”. No hice nada al respecto, aunque él simplemente había confirmado lo que yo mismo había sospechado. Ya antes había sido muy letárgico y me había atemorizado para someterme a un diagnóstico médico. Creo que en ese momento, perdí todo temor de la enfermedad. De hecho, me sentía tan golpeado y miserable por mi desdichada situación que hasta casi veía con agrado el pensamiento de que pudiera tener una enfermedad fatal.
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