La primera vez que oí mencionar las palabras contenidas en una Lección-Sermón yo era una oyente ajena a la Ciencia Cristiana. Había sido criada como una devota anglicana, mi padre era clérigo de la iglesia de Inglaterra. Creo que nunca había oído el término “Ciencia Cristiana” hasta que, en mi adolescencia, visité a varios amigos de universidad durante las vacaciones de verano; me invitaron a unirme al grupo que leía la lección cada mañana. La curiosidad me impulsó a aceptar esta invitación, y mientras escuchaba, me impresionó su lógica. En vez de pedirme que creyera en un dogma, he aquí algo que debía ser practicado y vivido. Y desde ese instante la Lección-Sermón comenzó a cambiar mi vida.
El segundo paso siguió tan pronto como adquirí el libro de texto y comencé el estudio de la lección por mi cuenta. Debido a la oposición de mi familia, me vi obligada a ocultar los libros y a leerlos secretamente. Lo único que pude hacer fue leer una sección por día, lo que me inspiraba constantemente, y acrecentó mi convicción de que la Ciencia Cristiana era una religión para ser practicada. Aprendí que lo importante no era cuánto podía leer sino el enfoque y la receptividad al mensaje idóneo que me traía cada día.
A esta experiencia, como en las catacumbas, siguió la tercera etapa cuando pude ir a la Escuela Dominical. Fue entonces que comencé a estudiar la Lección-Sermón como estudiante, acumulando preguntas para ser formuladas y encontrando respuestas a las preguntas que se me hacían en clase. Así adquirí el hábito de preguntarme, “¿por qué?” o “¿cómo?”, concerniente a declaraciones e incidentes en la lección, y al encontrar las respuestas constantemente descubría nuevos aspectos de la Ciencia Cristiana.
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