El notable éxito que obtuvo José en la corte de Faraón y la forma por la cual, bajo su administración, el pueblo de Egipto fue liberado del flagelo del hambre, condujo a la cordial recepción de Faraón a Jacob, padre de José y de sus once hermanos, junto con sus grandes familias e innumerables acompañantes. Habitando en el fértil territorio de Gosén, cerca del delta del Nilo, “los hijos de Israel fructificaron y se multiplicaron, y fueron aumentados y fortalecidos en extremo, y se llenó de ellos la tierra” (Éxodo 1:7).
Durante algún tiempo este aumento extraordinario de la población hebrea parece haber pasado desapercibido para los egipcios. José aún era considerado un héroe nacional. El Faraón a quien había servido tan bien, era probablemente uno de los últimos miembros de la dinastía Hiksos de los reyes pastores, los conquistadores, que originalmente procedieron de Asia y gobernaron a Egipto durante varios siglos. Este hecho explicaría aún más la aceptación de los pastores israelitas. No sólo ello, sino que ciertos eruditos han sostenido que el Faraón con quien José estuvo asociado era en cierto grado un monoteísta, proporcionando así un vínculo adicional con los hebreos, quienes tan firmemente sostenían la adoración de un solo Dios.
La transición aparentemente repentina, implícita en la Biblia, de los eventos que unen el libro del Génesis con los que se encuentran en los primeros capítulos del libro del Éxodo, podría inducirnos a la conclusión de que el lapso que existió entre los dos libros fue relativamente corto, pero la Biblia sugiere en otra parte que fue considerablemente más prolongado de lo que se puede suponer, extendiéndose por unos cuatrocientos años o tal vez más. (Ver Génesis 15:13, 14; Éxodo 12:40.)
Es bastante improbable que la aguda y a menudo irracional opresión contra los israelitas, registrada en el libro del Éxodo, represente un súbito ataque en su contra. Más bien puede considerarse como la culminación de un lento, pero siempre creciente, proceso de aflicción, que comienza, sin duda, con la intensa aversión hacia los pastores de parte de los egipcios (ver Génesis 46:34) y agravada por un progresivo sentimiento de envidia y recelo originados por el evidente éxito y la prosperidad floreciente de los inmigrantes hebreos.
Parece entonces, que con la muerte de José y la eventual expulsión de la amistosa dinastía Hiksos por otro linaje de faraones, que no demostraban interés por la religión o la ocupación de los israelitas, la posición e influencia de los hijos de Israel declinó gradualmente, y el aumento extraordinario de su población se consideró un riesgo nacional y económico.
Desde el advenimiento al trono de “un nuevo rey sobre Egipto que no conocía a José” (Éxodo 1:8), se acrecentó el resentimiento ya experimentado por sus súbditos contra los hebreos al poner de relieve el hecho de que, según lo expresó el mismo rey “el pueblo de los hijos de Israel es mayor y más fuerte que nosotros”, a la vez que argumentaba que en caso de guerra, estos hebreos extranjeros bien podían unir sus fuerzas a la de los enemigos de los egipcios y cambiar así el curso de la batalla contra ellos.
El nuevo rey se esforzó en lo posible por quebrantar espiritual y físicamente a los hebreos, trasladándolos violentamente de sus familiares ocupaciones pastorales a la construcción de ciudades de almacenaje del reino; al mismo tiempo que interponía en su camino todos los obstáculos posibles, para impedir la exitosa ejecución de los trabajos que les encomendaba. Su vida era ciertamente intolerable, más pronto había de nacer de entre ellos un niño — Moisés, quien al alcanzar la madurez, se convertiría en su dirigente y libertador.