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El fracaso no es una realidad

Del número de febrero de 1975 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


En ciertos momentos, la mayoría de nosotros, nos sentimos agobiados por una sensación de fracaso. Puede parecernos que hemos fracasado en los negocios, los estudios, el matrimonio, o como padre o como un Científico Cristiano. Pero es imposible el fracaso para el hombre creado por Dios. El hombre, que es la expresión eterna de la Mente, vive siempre en un presente eternal, en la cúspide de la ejecución completa. El fracaso está disimuladamente ligado a eventos de un pasado aparente.

En verdad, el fracaso no es una realidad, porque es la experiencia ilusoria de un mortal, y los mortales mismos no son realidades. En Ciencia y Salud, la Sra. Eddy nos asegura: “No hay tal cosa como mortalidad, ni hay actualmente seres mortales, porque el ser es inmortal, como la Deidad, — o, mejor dicho, el ser y la Deidad son inseparables”.Ciencia y Salud, pág. 554; Cuando comprendemos esto, nos despojamos del sentido de fracaso. La esencia del fracaso es ver las cosas erróneamente — es decir, contemplarlas bajo una luz material y mortal. La esencia del éxito es mirar las cosas espiritualmente. De modo que de inmediato podemos fijarnos un cambio en dirección opuesta al fracaso, hacia el éxito; cuando lo hacemos la vida humana refleja el éxito logrado espiritualmente.

El fracaso aparente sobreviene dentro de un mundo determinado por percepciones personales, nunca ocurre en la realidad perceptible al sentido espiritual. Dios es la única causa, el origen de todas las ideas y acciones, y éstas nunca fracasan. El reconocimiento y la demostración de esto constituye el auténtico triunfo. La Biblia robustece nuestra convicción: “Jehová va delante de ti; él estará contigo, no te dejará, ni te desamparará; no temas ni te intimides”. Deut. 31:8;

Ciertas personas suponen que han fracasado porque tienen un concepto meramente mortal de lo correcto. La educación, la crianza, o la cultura del ambiente en que viven puede haberlos influenciado a establecer metas que, aunque loables en cierto grado, quizá sean totalmente personales y materiales. En algunas ocasiones, los padres les fijan a sus hijos metas ilusorias. Al fracasar en el logro de esas metas puede llegar a inducirlos a sentirse frustrados en la vida. Sin embargo, la única y verdadera influencia es el Cristo, la influencia divina que proviene de la Vida, Dios; y el Cristo siempre bendice. Lo que parece ocasionar el fracaso es tan ilusorio como lo que parece sostenerlo.

Tal vez tengamos la sensación de fracaso porque abrigamos un concepto tergiversado del éxito. Si consideramos que una riqueza considerable, la popularidad universal, el gran poder en los negocios o la política, los atractivos personales, son los elementos del éxito genuino, entonces, al no lograrlos, tal vez pensemos que hemos fracasado. El problema central consiste en no comprender la naturaleza divina de toda existencia.

Lo que constituye el fracaso es la ignorancia transitoria de los sucesos siempre exitosos que se efectúan en el universo de Dios. Y esta ignorancia es sólo una creencia, no una modalidad de la consciencia verdadera. En realidad, la ignorancia no existe, sino sólo esa consciencia que conoce cabalmente el éxito absoluto de la Mente en mantener su totalidad.

El fracaso al igual que la enfermedad, no es nunca agudo ni crónico, no es algo que pueda aparecer o desaparecer, puesto que es siempre una irrealidad. En verdad, no existen perdedores innatos junto con ganadores predestinados. La idea de la Mente se encuentra siempre en la cima del éxito verdadero — el éxito de expresar perfectamente la causa divina que es Todo — y nunca desciende a un valle de fracaso. No debemos esforzarnos por alcanzar el éxito con el propósito de impresionar a otros, éste sólo puede lograrse cuando edificamos sobre valores genuinos y meritorios. La Sra. Eddy nos alienta cuando dice: “Una profunda sinceridad anticipa el éxito porque Dios se encarga de ello”.The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany, pág. 203.

De acuerdo con la lógica divina no podemos pretender y demostrar nuestro propio éxito mientras afirmamos el fracaso de otros o del mundo que nos rodea. Ya sea que colegas o gobiernos parezcan haber fracasado, tenemos que mirar más allá de esta pretensión, a la realidad del Principio que lo gobierna todo y su idea, el hombre, perfectamente gobernado. Si nuestro pensamiento está demasiado absorto en el fracaso, acentuamos más la creencia humana de que nos es difícil triunfar o que el progreso legítimo no puede efectuarse en nuestra comunidad o nación. E indudablemente disminuimos las posibilidades de nuestro propio éxito.

Si bien el fracaso no es una realidad para el hombre, el error siempre fracasa. La mente mortal con sus argumentos de un hombre y de un universo compuestos de átomos materiales, fracasa siempre en expresar la substancia o verdad genuinas. Si la mente mortal argumentara que el hombre está sufriendo, necesariamente tiene que fracasar porque el triunfo pertenece sólo a Dios y Su actividad perfecta. Si el magnetismo animal arguyera que periódicamente descendemos a abismos de depresión de los cuales no podemos elevarnos, fracasará en la medida que comprendamos que Dios es el exitoso triunfador y el consecuente sostenedor de lo que Él crea.

Si el sentido material arguyera que sufrimos los efectos de la discriminación debido a nuestra raza, edad o sexo — o que nosotros mismos podemos imponerla — podemos estar seguros de que ese argumento tiene que fracasar en su pretensión de que se lo tome en cuenta. Si la evidencia material pretendiera indicar que nuestro tratamiento según la Ciencia Cristiana, basado en la omnisciencia y omnipresencia de la Mente y el Amor divinos, no manifiesta el éxito que esperamos, entonces podemos afirmar enfáticamente que tales argumentos están destinados al fracaso. El Amor divino, siempre triunfador, es la substancia del tratamiento.

El sentido material que asume la tarea de rehusar la realidad, conlleva un fracaso total. El escuchar y admitir las prolíficas ideas comprendidas en la Mente divina — esa Mente que es nuestra — nos asegura la victoria.

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