Cuando yo tenía cuatro años de edad, se decía que mi madre se estaba muriendo de tuberculosis, problemas cardíacos y muchas otras dolencias. Un día, después que el médico se despidió de ella, y comprendiendo lo que él iba a decirle a sus vecinos, levantó los brazos y dijo: “Ahora, Dios, acudiré a Ti.” Con esto ella no quiso decir que estaba preparada para la muerte, sino que estaba dispuesta a tratar medios espirituales para su curación. Una vecina le había ofrecido la Ciencia Cristiana pero mi mamá la había rechazado. Ahora, al cambiar de opinión, se las arregló para vestirse.
Apoyándose en todo lo que podía asirse, ella llegó hasta el tranvía abierto. De pronto se sintió libre; su pensamiento se elevó. Recordó unas declaraciones de su vecina, que ahora era practicista de Ciencia Cristiana y vivía al otro lado de la ciudad. “El hombre es, y eternamente ha sido, el reflejo de Dios” (Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras por la Sra. Eddy, pág. 471), fue una de las declaraciones que recordó. Un versículo de la Biblia la fortaleció (Salmo 73:26): “Mi carne y mi corazón desfallecen; mas la roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre”.
Mi padre, al ver a su esposa parada en la puerta de su oficina, la levantó en sus brazos, llamó un taxímetro, y la llevó “para ser sanada”.
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