Todos pueden sentirse legítimamente seguros de que pueden hacer su propia y particular contribución en beneficio de la sociedad: tal vez con un conocimiento o percepción especiales; una habilidad o talento específicos; una cualidad bien desarrollada del carácter o del intelecto. Y todos pueden sentir el gozo de saber que su contribución es apreciada y tendrá las oportunidades necesarias para expresarse plenamente.
No todos somos iguales como estatuillas plásticas vaciadas en el mismo molde. Es cierto que en nuestro ser verdadero y espiritual todos provenimos de la misma fuente — el infinito Principio divino — pero todos poseemos una individualidad distinta. Dios expresa en cada uno de nosotros Sus cualidades espirituales de una manera individual. No hay dos individuos que sean idénticos. No hay un solo individuo que esté de más. Cada uno de nosotros está perfectamente formado, y podemos regocijarnos en nuestro origen y en nuestro ser como lo hizo el Salmista en este canto: “Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras; estoy maravillado, y mi alma lo sabe muy bien”. Salmo 139:14;
Dios ha creado al universo y al hombre para expresar Su propio ser sublime y necesita de todo objeto que Él ha creado a fin de que Su naturaleza infinita esté enteramente representada. Su ley asegura la compleción y perfección de todos Sus hijos y la totalidad de su expresión. Jamás ha existido deformación, lesión, obstrucción o falta de oportunidad que les impida manifestar plenamente las cualidades de la naturaleza divina para cuya expresión fueron creados. En el reino de Dios no hay creaciones imperfectas, talentos desperdiciados, cualidades inexpresadas o sentimientos de frustración y descontento. Dios está satisfecho con Su universo y sus moradores también lo están.
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