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[Original en francés]

Desde mi juventud mi salud siempre había sido delicada.

Del número de febrero de 1979 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Desde mi juventud mi salud siempre había sido delicada. No había tenido ninguna enseñanza religiosa, pero sí creía en forma natural en la ayuda divina y era de temperamento obediente. Fue la obediencia a lo que parecía ser inspiración divina lo que me guió a la Ciencia Cristiana cuando estuve en Londres en 1909 tratando de arreglar lo que aparentaban ser dificultades irresolubles relacionadas con la venta del negocio de mi padre. La Ciencia Cristiana no solamente solucionó el problema del negocio, sino que me sanó en tres semanas de una debilidad física que iba en aumento y que había desafiado los esfuerzos de médicos franceses e ingleses.

Más o menos un año después de mi regreso a Francia una de mis hermanas se enfermó, y el médico que la atendió resultó ser uno que me había dado tratamiento en el pasado. Se sorprendió muchísimo al verme gozando de perfecta salud. Al reconocer que mi restablecimiento se produjo gracias a la Ciencia Cristiana, confesó simple y llanamente que no podía hacer nada en el caso de mi hermana y recomendó que se le diera tratamiento mediante la Ciencia Cristiana. Su curación se produjo esa noche y no hubo período de convalescencia.

Un tiempo después mi mamá enfermó gravemente. Por insistencia familiar se llamaron a tres médicos. Ellos diagnosticaron que no había esperanza para ella. Me rehusé a aceptar ese veredicto. Permanecí a su lado día y noche durante tres semanas, sin permitir que nadie la visitara, y medité sobre este pasaje del libro de texto, Ciencia y Salud por la Sra. Eddy (pág. 598): “Un momento de consciencia divina, o sea el entendimiento espiritual de la Vida y el Amor, es un goce anticipado de la eternidad. Esta visión elevada, que se obtiene y retiene cuando la Ciencia del ser es entendida, llenaría con vida percibida espiritualmente el intervalo de la muerte, y el hombre se encontraría en plena consciencia de su inmortalidad y armonía eterna, donde el pecado, la enfermedad y la muerte son desconocidos”. Sabía que esta verdad estaba actuando. Aun así, su condición empeoró; empezó a delirar y perdió el conocimiento.

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