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La maternidad de Dios

Del número de mayo de 1979 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


El amor y el regocijo están íntimamente relacionados. Amar algo es regocijarse en ello. El amor puro incluye el regocijo puro. Tal regocijo es una satisfacción rebosante, una felicidad inagotable, una desbordante convicción de la afluencia del bien.

Es propio de la naturaleza del Amor divino deleitarse en su infinita creación espiritual. Puesto que el Amor siempre se está expresando a sí mismo, no puede crear nada que no sea eternamente digno de ser amado, y puesto que el Amor no conoce otro poder aparte del propio, es imposible que sienta temor o desilusión con respecto a su obra intachable. Hoy como antaño el Amor dice acerca del hombre: “Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia”. Marcos 1:11;

Cristo Jesús sabía que él era el amado del Amor. Actuaba plenamente consciente de que Dios se deleitaba en él. Constantemente se refería a Dios como su Padre — su Padre y nuestro Padre. Con este término afectuoso expresaba su íntima convicción de su unidad con el Espíritu, la Mente, la fuente divina de todo ser; el poder ilimitable y creador del universo. Jesús sabía que el Padre lo había enviado para manifestar la naturaleza divina a la humanidad, así como el sol envía un rayo de luz como expresión de su propia energía, como manifestación de su propia naturaleza que es la de impartir luz. Tan seguro estaba de que era el Hijo de Dios, creado a la semejanza de Dios y de que todo su ser procedía de su fuente divina, que pudo decir con autoridad que quienquiera que lo hubiera visto a él había visto al Padre.

Al describir la paternidad de Dios, Jesús incluyó en el término todas las cualidades de amor y gracia que asociamos con la maternidad, aun cuando nunca usó explícitamente el término Madre para referirse a Dios, ni intentó tampoco explicar el hecho metafísico profundo de la maternidad de Dios. No fue hasta el final de su vida terrenal, en el momento de su ascensión, que Jesús demostró que Dios era su Madre al renunciar a todo lo terrenal, a todo lo nacido de María, a cambio de su identidad eterna y espiritual, nacida solamente de Dios. Puede decirse que como la paternidad de Dios lo envió a manifestar la naturaleza divina, la maternidad de Dios lo recibió de vuelta en ese estado espiritual puro del que en realidad nunca estuvo separado ni por un instante. Y esto porque el Cristo, como la idea verdadera de Dios, mora eternamente en el Espíritu como la expresión y objeto del regocijo puro que el Padre-Madre expresa en el ser.

El mundo estaba lejos de entender una verdad tan profunda. Primero tenía que asimilar el significado de la labor redentora de Jesús en la carne. La Sra. Eddy escribe en Ciencia y Salud: “Por la magnitud de su vida humana demostró la Vida divina. De acuerdo con la amplitud de su puro afecto definió el Amor. Con la afluencia de la Verdad venció el error. El mundo no reconoció su justicia, porque no la veía; pero la tierra recibió la armonía que su ejemplo glorificado introdujo”.Ciencia y Salud, pág. 54;

A través de los siglos posteriores a su misión terrenal, el ejemplo de Jesús ha estado activo en la consciencia humana, preparando el pensamiento para la aceptación del Consolador que debía revelar el significado total de su vida y conducir a toda la verdad. Durante esos siglos posteriores los cristianos se regocijaron en lo que habían aprendido acerca de Dios mediante la vida del Salvador, aun cuando persisiteron en pensar acerca de sí mismos como pecadores miserables, imperfectamente reconciliados con Dios. Aceptaron en cierta medida la seguridad que les dio Jesús de que el hombre es hijo de Dios, aunque todavía se consideraban como hijos caídos e indignos. Dios podía ser su Padre, decían, pero la tierra era su madre, y el hijo de la tierra es frágil, mortal, finito y sujeto a errores. Aún así vieron en la vida glorificada del Maestro la promesa de redención de la mortalidad, y la Verdad salvadora que había vivido un hombre coronado por Dios, elevó sus vidas.

Finalmente, a su debido tiempo, vino el Consolador. En el pensamiento preparado y receptivo de una mujer de ánimo espiritual alboreó la verdad que había de sacudir al mundo, de que el hombre no es el hijo de un Padre Dios, que es Espíritu, y de una madre tierra, que es materia, sino que el Espíritu es tanto Padre como Madre, la única fuente y naturaleza del hombre, su Vida, su Principio, su Todo. La Sra. Eddy hizo el revolucionario descubrimiento, firmemente fundado en la Biblia, de que el hombre es — del todo y para siempre — el hijo perfecto de Dios, la imagen y semejanza del Espíritu, dotado de dominio sobre toda la tierra, como lo declara el primer capítulo del Génesis. A la luz de la Ciencia Divina, o sea, del Consolador prometido, se nos revela que el hombre no es un mortal que lucha, mitad mono y mitad ángel, sino que es la manifestación perfecta del bien a quien el Amor siempre le está diciendo: “Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia”.

Apenas hemos empezado a comprender todo lo que involucra este descubrimiento trascendental. Nunca desde que Jesús ascendiera más allá de la comprensión de sus seguidores, se había elevado el concepto de lo que es el hombre tan por encima de las limitaciones terrenales.

No es de sorprender que la revelación final haya venido mediante una mujer, porque la feminidad representa receptividad espiritual, intuición, la capacidad de percibir, de reconocer y de aceptar el bien infinito que el creador está haciendo fluir constantemente. Como expresión de la Mente, la mujer refleja la maternidad de Dios, que mantiene al hombre por siempre como el hijo perfecto de Dios. La maternidad no solamente acepta sino que protege, preserva, abriga en el corazón, nutre. Sostenido por este abrazo divino, el hombre no puede apartarse de Dios ni convertirse en un pecador mortal.

Aun la maternidad humana en un sentido elevado a menudo percibe lo bueno en un hijo cuya condición de hombre deja mucho que desear, y se aferra a eso bueno que percibe. El amor puro de una madre penetrará la apariencia exterior indeseable hasta encontrar algo digno de amar y de apoyar. ¡Y cuánto goza con los triunfos de un hijo querido que ha llegado a la madurez cumpliendo la brillante promesa que se vislumbraba en su juventud! Aunque la maternidad humana a menudo está emponzoñada por el temor, por un sentido posesivo y por otros errores mortales, así y todo nos ofrece vislumbres de lo que es esa maternidad divina a la que se refirió el profeta Isaías cuando dijo: “Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros, y en Jerusalén tomaréis consuelo”. Isa. 66:13;

En su mejor expresión humana la maternidad es paciente, perceptiva, sin sentimentalismos, altruista, refleja el Amor que es Principio, corrige cuando es necesario hacerlo con el fin de sanar, de acuerdo con la admonición de los Proverbios: “Corrige a tu hijo, y te dará descanso, y dará alegría a tu alma”. Prov. 29:17; Pero a medida que las limitaciones de la maternidad humana ceden al concepto de Dios como Padre-Madre, ¡qué gozo tan puro es descubrir que cada uno de nosotros en realidad procede de Dios y que va a Dios, que está dotado por Él y tiernamente rodeado por Él, que está bajo Su responsabilidad y es Su semejanza!

La maternidad de Dios no puede ser considerada aparte de la paternidad de Dios, porque, en realidad, ambas son una. Esto lo pone al descubierto el relato científico de la creación espiritual según aparece en el primer capítulo del Génesis. A medida que la Mente divina va desarrollando su creación, mira su obra y la halla buena. El Alma está muy contenta con sus actividades; la Vida se regocija en sus manifestaciones. La creación no sería completa sin esta aceptación divina de que es buena. El regocijarse tiernamente en cada idea abre el camino para que el bien continúe desarrollándose más plenamente, y la culminación de ese desarrollo es el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza de su Padre-Madre Dios, y que Él declaró como muy buenos.

Supongamos que un hombre de negocios o un estudiante está trabajando en un proyecto. Se le ocurre una buena idea. Exclama: “¡Es una buena idea!” Queda encantado con ella. No le serviría de nada si no hubiera reconocido que la idea es buena; en ese caso no la hubiera aceptado, ni usado, ni demostrado lo buena que era. En la Mente divina, cada individuo es una idea buena, necesaria para que la Mente se exprese a sí misma plenamente. Es la alegría de la Mente por lo que somos en realidad lo que se nos manifiesta humanamente como el Consolador, revelándonos la verdad que nos hace libres.

Un joven Científico Cristiano había estado luchando por algún tiempo contra un sentido de incapacidad propia. Sabía que la Ciencia Cristiana revelaba la verdad; sin embargo, esto no parecía ser la verdad acerca de él; se sentía algo así como excluido de esa verdad. Un sentido de condenación propia lo embargó a tal extremo que su pensamiento se oscureció casi completamente. Pidió tratamiento en la Ciencia Cristiana, pero durante varios meses la situación empeoró hasta el punto que se le hacía imposible estudiar, orar o tan siquiera tener esperanza.

Un día, cuando las cosas parecían estar peor que nunca, de pronto pensó en el hijo pródigo de la parábola de Jesús, Ver Lucas 15:11-31; el que después de haber desperdiciado sus bienes volvió a su padre. El joven Científico Cristiano recordó que el padre había visto a su hijo volver “cuando aún estaba lejos” y que había salido a su encuentro corriendo y lo había abrazado. El Científico Cristiano murmuró tristemente: “Ése precisamente soy yo — estoy lejos de Dios. Pero he tratado de volver; he recurrido a Dios”. Y repentinamente algo maravilloso ocurrió. El Amor divino corrió a su encuentro, lo abrazó y lo hizo entrar. Y sanó.

En ese momento supo que jamás, ni por un instante, había estado separado de Dios, que nunca había sido un hijo pródigo perdido en medio de la mortalidad. Mediante la revelación del Consolador, encontró su verdadera identidad como hijo de Dios, a salvo en el Espíritu, y comprendió que lo que le había dicho el padre de la parábola a su hijo mayor, su Padre-Madre divino se lo estaba diciendo a él: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas”. Su vida se transformó, y pudo hacer lo que agradaba a Dios.

¡Qué deuda de gratitud tan grande tenemos para con la Sra. Eddy por habernos dilucidado el significado científico de las Escrituras de manera que ellas pueden aportarnos curaciones instantáneas cuando estamos luchando contra el pecado, el dolor, la tristeza, la carencia, el temor y toda clase de males! Ciertamente la maternidad de Dios llega mediante la Ciencia divina para reconciliarnos con nuestro Padre celestial y para que estemos conscientes de nuestra unidad con Él.

Al escribir sobre sus luchas humanas para ayudar a los Científicos Cristianos a dar sus primeros pasos en esta grandiosa Ciencia, la Sra. Eddy dice en Escritos Misceláneos: “¿Se imaginan los niños de esta época los dolores de parto de la Madre espiritual durante la larga noche que les ha abierto los ojos a la luz de la Ciencia Cristiana? ¿Aprecian estos niños recién nacidos esa obediencia filial a la cual se refiere el Decálogo con la promesa de prosperidad? ¿No debieran haber prestado atención a la afectuosa advertencia, a la perspicaz sabiduría, a la tierna súplica, a la severa amonestación, como retribución de todo aquel amor que los cobijó incansablemente durante sus tiernos años?” Esc. Mis., págs. 253-254;

Sin embargo, es maravilloso notar que algunos años después de haber escrito estas palabras, la Sra. Eddy cambió el título de Madre, que le habían dado los estudiantes de la Ciencia Cristiana, por el de Guía (ver Manual de La Iglesia Madre por la Sra. Eddy, Artículo XXII, Sección 1) y después mandó cerrar el cuarto conocido como “Cuarto de la Madre” que está en el edificio original de La Iglesia Madre (ver Artículo XXII, Sección 17). Su meta fue siempre la de dirigir el pensamiento hacia una mayor madurez espiritual, hacia la altura del estado consciente del hombre en Cristo, y a través de sus escritos todavía está guiando en esta época nuestro pensamiento en esa dirección ascendente. Así nos elevamos al reconocimiento de que Dios es nuestra única Madre así como también nuestro Padre y avanzamos más allá de esto, hacia el reconocimiento más elevado de que el Amor es Principio — el Principio mismo de nuestro ser, el Principio inmutable del bien, el Principio inagotable y universal del verdadero regocijo.

Así es como encontramos que el Consolador compasivo es una Ciencia exacta. Aun cuando guiando tiernamente el pensamiento a través de los pasos humanos necesarios para progresar, la Sra. Eddy deja en claro que la Mente divina mantiene al hombre ahora mismo en el punto de la perfección espiritual. Desde el pináculo de la revelación, advierte con calma a sus seguidores en las palabras que dirigió a uno de ellos: “A menos que perciba plenamente que es usted hijo de Dios y, por lo tanto, perfecto, no tiene Principio para demostrar ni regla para la demostración”.The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany, pág. 242.

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