Dios siempre está a nuestro alcance, sosteniéndonos y dándonos la certeza de Su inagotable bondad. Mas a veces, en el curso de un día de mucho ajetreo, es difícil no sentirse confundido y pensar que de alguna manera hemos perdido a Dios. Todas las cosas pueden parecernos entonces más reales que Él. Si no estamos alerta, es posible que nos dejemos ir a la deriva hacia creencias y actos desemejantes a Dios.
Mediante el estudio de la Ciencia Cristiana he aprendido que nunca podemos realmente perder nuestro contacto con nuestro creador, Dios La Sra. Eddy describe a lo que se asemeja el sentir la presencia de Dios. En su interpretación espiritual del nombre propio “Jafet”, uno de los hijos de Noé, la Sra. Eddy presenta este concepto: “Un símbolo de la paz espiritual que emana del entendimiento de que Dios es el Principio divino de toda la existencia, y que el hombre es Su idea, el hijo de Su solicitud”.Ciencia y Salud, pág. 589;
En una oportunidad tuve la impresión de que la paz se me escapaba de las manos. Se aproximaba la época en que debía concluir mis estudios universitarios y todo parecía andar mal: las clases, las actividades deportivas, la vida en la residencia estudiantil y otras actividades. Para colmo, cuando finalmente me iba a la cama por las noches sentía un terrible dolor de cabeza. Yo sabía que no tenía por qué soportar este infeliz estado de cosas, pues había aprendido, como Científica Cristiana, acerca de la solicitud y del amor que Dios sentía por mí. Con todo, me sentía desolada y resolví hacer un esfuerzo por sentir la presencia de Dios — por realmente sentirla. Me eran familiares estas palabras de la Sra. Eddy en Ciencia y Salud: “La Ciencia Cristiana revela la necesidad de vencer el mundo, la carne y el mal, destruyendo así todo error”. Y luego agrega: “El buscar no es suficiente. Es el esforzarnos lo que nos permite entrar”.ibid., pág. 10; Mi método para esforzarme, sin embargo, sólo sirvió para empeorar las cosas. Finalmente decidí solicitar ayuda a una practicista de la Ciencia Cristiana.
Comprendí que era menester cambiar completamente de orientación — que tenía que adquirir una percepción totalmente nueva de mí misma y del mundo — y no tratar solamente de “parchar” algunas cosas aquí y allá. Quería que Dios y Su bondad fueran más naturales para mí que las lamentables circunstancias que me rodeaban, todas las cuales me parecían mas evidentemente reales que Dios. Deseaba encauzar todo el rumbo de mi vida en la dirección correcta: dejar que Dios me guiara en lugar de que las situaciones me impulsaran. ¿Dónde encontrar esa paz descrita por la Sra. Eddy? ¿Cómo podría sentirla?
Después de escuchar pacientemente mi relato, la practicista comprendió por qué me hallaba preocupada. Reconoció que pese a que esencialmente yo deseaba que mi vida fuera orientada totalmente por Dios, mi prosecución de esta meta se afirmaba en un esfuerzo humano. Yo tenía que cambiar mi vida. Yo estaba decidida a producir una transformación asombrosa. La practicista dirigió mi atención hacia la actividad del Cristo, la Palabra de Dios, que obra en la consciencia humana, y me hizo ver que es el Cristo quien purifica, renueva y regenera. Yo no podía hacerlo por mí misma. La Biblia dice: “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados”. 1 Cor. 15:22. Era el reconocimiento y la aceptación de este Cristo lo que me iba a permitir saber quién era yo realmente — la hija “de Su solicitud”. Tenía que ceder a lo que sabía era la verdad y descansar confiadamente en este conocimiento. La practicista me hizo notar que yo simplemente me estaba esforzando demasiado. Por grande que fuera el esfuerzo humano que hiciera para convencerme a mí misma, éste no me iba a aportar la luz espiritual que necesitaba.
Luego de conversar con la practicista me senté a pensar y decidí abandonar mi esfuerzo por desenmarañar la madeja humana. Comprendí que podía ahora dejar de pensar que yo podía hacer lo que el Cristo hace constante y naturalmente. La paz sustituyó la inquietud. Comprender un tanto al Cristo me permitió ceder a la presencia de Dios y sentir la paz que había anhelado.
Esa noche todavía observé mucha actividad en la residencia estudiantil, pero me sentí completamente tranquila. Los dolores de cabeza cesaron y también la sensación de presión, y las últimas semanas precedentes a la graduación fueron realmente satisfactorias.
Sin embargo, persistió en mi mente el interrogante respecto de cuál es el papel del esfuerzo en el proceso del logro de entendimiento espiritual. Había percibido vívidamente la necesidad — además de la naturalidad — de ceder. ¿Pero no había sido el esforzarme lo que me había causado problemas? No obstante, pronto comprendí que mi error consistía en creer que esforzarse equivalía a tratar con ahínco la transformación de mí misma, cuando lo que en realidad necesitaba era descubrir la identidad que ya poseía como hija de Dios, ver que Dios es verdaderamente la fuente de todo el poder. Tenía también que poner en práctica estas verdades negándome a dejarme engañar por la creencia de que lo contrario era verdadero. Con este enfoque comprendí que la frustración no podía obstruirme el camino.
Algunos meses después comencé a sentir inquietud respecto a otra situación. Pero la confusión era tan similar al incidente ocurrido antes de mi graduación en la universidad que pronto percibí la solución.
En relación con mi nueva percepción de lo que es el esfuerzo, recordé la primera vez que, varios años antes, había descendido unos acantilados mediante una operación en la cual el alpinista controla su descenso con una doble cuerda colocada alrededor de su cuerpo. Los alpinistas experimentados que me acompañaban sabían lo que hacían, pero yo me sentía insegura. Para comenzar el descenso debía caminar, en marcha atrás, reclinándome en una delgada correa y dejando que mi peso descansara contra ella. A pesar de la cuerda de seguridad que tenía puesta, me hallaba muy inquieta y sentía el deseo de caminar erguida, sobre mis pies.
Mientras había estado observando a otros principiantes ese mismo día que habían querido hacer lo mismo que yo quería hacer, me había parecido evidente que uno tenía que recostarse hacia atrás para poder descender. Pero una vez que yo misma me encontré en esa posición, comprendí cuán tentador era el tratar de efectuar el descenso caminando derecho y dejando que la mayor parte del peso descansara sobre los pies. Siguiendo el alentador consejo de los instructores, finalmente me recosté y me sorprendió la naturalidad de la nueva posición. El resto fue fácil y disfruté del descenso.
Me di cuenta de que apoyándome en la correa era como ceder, como dejar de confiar en el esfuerzo personal. La correa me había parecido sumamente delgada e insegura hasta que finalmente confié en ella. Entonces me sentí segura. La única decisión práctica que uno puede tomar es la de ceder a lo divino, ya sea cuando se hace alpinismo o cuando se trata de reorientar la propia vida. Seguir el camino de la voluntad humana finalmente culmina en infelicidad y fracaso. La respuesta radica en ceder — y en esforzarse por ceder — al Cristo.
