Después que los israelitas pasaron muchos años en el desierto llegaron por fin a la tierra de Canaán. Sus ojos se habían acostumbrado tanto a ver el desierto arenoso, el desolado terreno montañoso, que la tierra de Canaán les pareció una “tierra que fluye leche y miel”. Éx. 3:8. Era rica en árboles y vegetación y parecía un jardín bellísimo, todo verde y fructífero. Para ellos, ésta era la tierra que Dios le había prometido a Abraham, a Isaac y a Jacob, y que ellos habrían de heredar. De manera que los israelitas empezaron a establecerse allí, y a colonizar, mas el derecho que ellos creían tener para poseer la tierra no quedó sin desafíos. Había otra gente que vivía en la tierra de Canaán que disputaron sus derechos. Por tanto, los hijos de Israel tuvieron que pelear muchas guerras.
En cierta ocasión el enemigo los amenazó con tomar toda una región y no tuvo piedad con ellos aun cuando la gente de una aldea israelita ofreció hacer un tratado con ellos. Entonces la gente de la aldea envió mensajes a todos los hijos de Israel para ver si había alguien que pudiera ayudarlos. Aunque la Biblia no nos dice que la gente oró, podemos estar seguros de que recurrieron a Dios, igual que lo habían hecho sus antepasados en momentos de peligro.
Y así como Dios había preparado a Moisés para que ayudara a los israelitas a escapar de la esclavitud de Egipto, esta vez preparó a un varón llamado Saúl. Saúl era un hombre valeroso y noble que tenía un deseo profundo de ayudar a sus compatriotas. Con la ayuda de Dios, Saúl y los israelitas pudieron vencer a sus enemigos. [Ver (1) en la sección Lectura adicional al final de este artículo.]
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