La Vida que es divina es ilimitada, libre de restricciones y continúa desarrollándose eternamente. El hombre es la expresión infinita de esta Vida, por siempre ilimitado y libre. A medida que la humanidad reconozca estos hechos, se sentirá más y más impelida a deshacerse de todo aquello que la tiranice o que le impida el progreso que la sacará fuera del caos y barbarismo de la materia. Aquellos que disciernen la existencia espiritual están enfrascados en una revolución destinada a hacer aparecer en la tierra el diseño del universo espiritual que era, y por siempre será, perfecto.
Podemos estar asombrados por las revoluciones que ya están teniendo lugar: algunas que han cambiado el mapa del mundo, otras que redefinen a diario el papel que los individuos juegan en la vida, las religiosas que cambian hasta el modo mismo en que los hombres adoran a Dios. Pero la humanidad apenas ha comenzado a percibir los cambios que habrán de tomar lugar para que la tierra pueda coincidir con la realidad espiritual; para civilizarnos verdaderamente; para demostrar completamente la visión de Cristo Jesús: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”. Mateo 6:10.
Una de las vislumbres que Job tuvo acerca de la realidad divina lo guió a referirse así a la armonía prístina: “Cuando alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios”. Job 38:7. Isaías profetizó la gloria milenaria en estas palabras: “Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará”. Isa. 11:6. Cambios revolucionarios, desafiando hasta la existencia y realidad misma de la materia, tendrán que ocurrir para restaurar la armonía prístina y cumplir con la profecía milenaria.
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