Una mañana de noviembre de 1977, cuando me ocupaba del arreglo de nuestra habitación, tomé en la mano varios frascos de medicina de la mesita de noche, y me pregunté: “¿En esto consiste la vida? ¿Tengo ilusión de seguir en tales condiciones? No puede ser. Dime, Señor, cuál es el camino”. Y mis ojos se llenaron de lágrimas.
Pero muy pronto este angustioso llamado tuvo su respuesta, ya que por intermedio de un familiar de mi esposo llegó a nuestra vida el mensaje redentor de la Ciencia Cristiana. Aceptamos sus promesas sanadoras de todo corazón porque sentimos que la Ciencia Cristiana nos daría la chispa del Amor, la luz resplandeciente que faltaba en nuestra existencia.
Después de nuestro matrimonio en 1954, mi esposo y yo fuimos a vivir a una base militar donde él trabajaba. Aunque el clima era muy caliente, disfrutábamos a plenitud de las actividades al aire libre. Pero muy pronto me acometió un problema renal. Esta condición fue atribuida a un virus provocado por el clima. Así comenzó una forma de cautiverio, pues mi vida empezó a girar alrededor de mi mala salud. Todo me causaba malestar: el ejercicio, la inactividad, el calor, el frío, los alimentos. Los médicos me sometieron a extensos tratamientos. En algunas ocasiones llegué a perder la razón y sentí deseos de morir, pues me creía un estorbo para todos, excepto para mi paciente marido.
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