Hace unos ocho años sufrí el colapso de un pulmón. El médico que me atendió me advirtió que si volvía a ocurrir esto las consecuencias podían ser graves.
Dos años más tarde una amiga mía, que era nueva en la Ciencia Cristiana, me habló de este método espiritual de curar, pero no me atrajo. Pronto el mismo problema del pulmón me volvió, y se agravó a tal grado que me era difícil caminar por el dolor que sentía. Empecé a temer por mi vida. Mi amiga pacientemente me explicó que el hombre tiene autoridad completa, otorgada por Dios, sobre toda sugestión del mal. Esta vez finalmente comprendí, y con entusiasmo acepté esta Ciencia.
Me sentí totalmente inspirada por el hecho de que el mal no es real porque Dios, quien es el único creador, jamás hizo nada desemejante a Él, desemejante al bien. Vislumbré, también, que no debía atribuir poder a ninguna clase de discordancia.
Al día siguiente, todos los síntomas de la dificultad en el pulmón habían desaparecido. Unas pocas veces me atacó el dolor, pero cada vez reconocí con gozo que esto era solamente una tentación para hacerme creer que el error podía dominarme. Firmemente reconocí el dominio que Dios me había otorgado, que incluye la libertad y la salud del ser inmortal. Jamás me ha vuelto a molestar ese problema.
Poco tiempo después tiré todas mis medicinas, y rápidamente dejé los vicios de fumar, tomar bebidas alcohólicas y drogas alucinantes. A medida que estudiaba Ciencia Cristiana aprendí que la Mente divina es la única consciencia que en verdad existe, y comencé así a reclamar que esa Mente era mía. Jesús dijo (Lucas 17:21): “El reino de Dios está entre vosotros”. Esto me ayudó a entender otro punto útil. Nunca hay necesidad de buscar la realización en la materia. Dios, el Espíritu, es la única realidad, por tanto, la sustancia es espiritual. Vi que las cualidades que anhelaba en mi vida — gozo, verdad, realización — eran espirituales. Es infructuoso buscarlas en la materia. No hay nada más allá de la totalidad del Espíritu.
La Ciencia Cristiana ha probado ser maravillosamente práctica en mi vida. Recientemente falleció mi madre. En esas horas desafiantes vi que se necesitaba una comprensión más pura del Amor, un sentido espiritualizado de Dios y el hombre, y que era innecesario lamentarse. No he sentido en absoluto ni pena ni separación.
Una nerviosidad extrema y una sensación de temor persistente, para las cuales yo había recibido medicamentos desde que tenía doce años, y que a veces hacían que se me trabaran las mandíbulas, desaparecieron gradualmente al dedicarme a orar y estudiar la Ciencia. ¡Nunca olvidaré la primera vez que me sentí tranquila durante unos cinco minutos! Casi me sobresalté. Sin embargo, esta pequeña muestra de paz y serenidad inmortales me hicieron darme cuenta de lo mucho que me habían hipnotizado las presiones mundanas. Mi progreso se aceleraba a medida que firmemente negaba toda sugestión de temor con una comprensión de la presencia del Amor y me dedicaba activamente a aprovechar toda posible oportunidad para expresar más amor.
La primavera pasada, nuestra oficina, en la cual trabajaban cuatro personas, sufrió una baja repentina en los negocios, la cual duró varios meses. La tensión aumentaba a medida que a otras compañías en nuestro mismo ramo también les faltaba trabajo, y los despidos se volvieron muy comunes. Pude mantenerme tranquila, y seguía afirmando que las bendiciones del Amor son espirituales, y, por lo tanto, ilimitadas, independientes de todas las condiciones materiales tales como persona, lugar o tiempo.
Pero un día mi jefe comentó que, debido a la situación económica, él tenía que despedir a las otras personas y que sólo yo me quedaría. Dijo que estaba tan fatigado por los problemas del negocio que pensaba jubilarse pronto.
No estuve de acuerdo con mi jefe cuando decidió mandarnos a casa por un día, pues yo tenía confianza en que mis oraciones serían respondidas. Pero después de hablarle por teléfono a todos los clientes actuales y a probables clientes, y de descubrir que no había ni pizca de trabajo que hacer, cerró la oficina. Además nos dijo que no esperáramos trabajo por lo menos durante dos semanas, ya que nuestros clientes regulares estaban tan disgutados con la situación de sus respectivos negocios que todos se habían ido de vacaciones. Aunque estaríamos en la oficina al día siguiente, mi jefe no esperaba ningún trabajo nuevo hasta que ellos regresaran.
Comencé a orar con una vehemencia que antes me había faltado, y comprendí que si bien mis declaraciones de la verdad habían sido bastante exactas antes, sin embargo, habían sido tibias, sin ánimo y rutinarias. La Sra. Eddy explica la naturaleza de la curación genuina en Ciencia y Salud (pág. 367): “La palabra tierna y el aliento cristiano dado al enfermo, la paciencia compasiva con sus temores y la eliminación de ellos, son mejores que hecatombes de teorías extremosas, la repetición de discursos trillados ajenos, y la mera declaración de argumentos, que son otras tantas parodias de la Ciencia Cristiana legítima, rebosante de Amor divino”. Ésta fue mi norma para orar. Pude obtener una firme comprensión de que estaba en el empleo de Dios, viviendo en el reino de los cielos, y no enfrentándome a circunstancias mortales, ni sujeta a las teorías económicas de abundancia y escasez.
A la mañana siguiente recibimos un poco de trabajo en la oficina. Y en la tarde ya era un continuo caudal. Recibimos noticias de otras compañías en nuestro ramo de trabajo de que también estaban operando a plena capacidad. No hubo necesidad de despedir a ningún empleado. Subsecuentemente, mi jefe dijo que iba tan bien el negocio que había decidido posponer la fecha de su jubilación considerablemente.
Antes pensaba en mi “oficio” en un sentido muy literal como mi lugar de trabajo de las nueve a las cinco. Pero ahora he estado aprendiendo acerca del oficio del Cristo. Es allí donde la Verdad destruye el pecado y la enfermedad y restaura la armonía a la humanidad. Todos compartimos este ministerio, sin distinción de personas, posición o clase social. El conocimiento de esto me ha ayudado a repudiar todo sentido mortal de autoridad o responsabilidad.
Toronto, Ontario, Canadá
